Hablar del Padre Víctor Menegón Furlein es abrir la memoria de un pueblo entero. Aunque nacido lejos de las montañas caldenses, en la provincia de Treviso, Italia, el 21 de febrero de 1919, su huella en la historia de San Félix y del municipio de Salamina es tan profunda que ha sido reconocido como uno de los personajes más importantes del Bicentenario. Su vida estuvo marcada por el servicio, la fe, el trabajo incansable y el amor incondicional por una comunidad que lo adoptó como hijo propio.
Antes de llegar a Colombia, el Padre Menegón tuvo experiencias misioneras en África, en las tierras exigentes donde los Misioneros de la Consolata iniciaban su labor evangelizadora. Fue en este contexto de entrega al otro que el joven sacerdote fue enviado a Colombia el 3 de junio de 1943, llegando primero a la región del Magdalena Medio. Su paso por esta región, seguido por una breve estadía en Bogotá, fue el preludio de una historia transformadora.
El 25 de enero de 1953, los superiores de la Consolata lo enviaron a fundar un Seminario Menor en San Félix, entonces una pequeña y agreste localidad enclavada en las cordilleras del norte de Caldas. Lo que siguió fue un proceso de transformación integral. San Félix cambió para siempre con la llegada de este sacerdote carismático, que no solo predicaba el Evangelio, sino que también lideraba convites, dirigía obras de infraestructura, montaba a caballo para visitar fincas y motivaba la organización comunitaria con una mezcla de fervor, disciplina y ternura.
«En nuestro pueblo casi todo se lo debemos al Padre Menegón», dicen los sanfeleños. Y no es una exageración. Construyó el templo con sus propias manos, encaramado en los andamios como un obrero más; organizó la vida parroquial con las monjas de la Consolata; fundó el Seminario Menor, donde se formaron generaciones enteras en la piedad y el servicio; y llenó de espiritualidad, cultura y civismo cada rincón de San Félix.
Los relatos orales son testimonio de una figura que se ha vuelto mítica: el sacerdote que repartía carne de caballo en los convites para abrir calles, que hablaba un peculiar «español-italiano» mezclado de ternura y sabiduría. «Oh, querridito» les decía a los niños. A los perezosos les recetaba «más arrepa» y a los donantes, como Bernardo, el «marico de aquí», les agradecía con un humor desarmante. Su presencia, alta, fuerte, alegre y directa, marcó una época.
No estuvo exento de situaciones particulares. Por su juventud y atractivo físico, algunas mujeres comenzaron a hacer comentarios comprometedores. Al enterarse, pidió traslado al obispo, demostrando su integridad y prudencia. Su humanidad, sin embargo, siempre se mantuvo intacta. Años después, ya enfermo, envió un fax desde Italia informando sobre sus exámenes médicos, confundiendo «biopsia» con «autopsia», y concluyendo que regresaría a Colombia tan pronto tuviera los resultados. Una anécdota que retrata su humor involuntario y su deseo eterno de volver a su amado San Félix.
El impacto del Padre Menegón no se limitó al ámbito religioso. Transformó la organización social del pueblo. Instituyó las grandes celebraciones religiosas, como las fiestas patronales de San Isidro, la Virgen del Carmen, la Virgen de Chiquinquirá, Corpus Christi y la Semana Santa, donde se integraban campesinos, estudiantes, bandas marciales, estandartes, procesiones, faroles, música y pólvora.
La participación de las veredas era activa, motivada por líderes como don Marco Grisales o don Rodrigo Sánchez. Los campesinos entregaban ofrendas, los agricultores donaban papa y los ganaderos vacas. Estas fiestas, que hoy persisten en el recuerdo colectivo, fueron sembradas con paciencia y devoción por el Padre Menegón, cuyas palabras y ejemplo conmovían e inspiraban.
La educación religiosa era otra de sus pasiones. Los domingos reunía a los niños para la Misa, luego catequesis y finalmente películas documentales traídas desde las misiones africanas. Este ciclo educativo-recreativo no solo ocupaba el tiempo de los niños, sino que los formaba en valores cristianos y los alejaba de las peligrosas riñas y violencias que caracterizaban la región en los años cincuenta.
San Félix era entonces un lugar de encuentros entre desplazados por la violencia política de Boyacá y Tolima. La presencia de grupos opuestos avivaba los odios, y en ese escenario el Padre Menegón fue un faro de conciliación, paz y civilidad. Su voz y su acción fueron esenciales para calmar ánimos y sembrar esperanza.
Hoy, cuando se camina por San Félix, aún se siente su legado. En el parque central hay una pila diseñada por él mismo, con un pedestal que originalmente sostenía el busto del Libertador. Hoy, ese lugar lo ocupa un busto del propio Padre Víctor Menegón, en homenaje a su entrega y amor por la comunidad. El pueblo lo llama con cariño “Papito Menegón” y lo recuerda con honores, días cívicos y, sobre todo, con una memoria viva que lo celebra como el gran transformador del pueblo.
El Padre Menegón falleció en Bogotá después de su retiro por motivos de salud. Aunque ya no está físicamente, el pueblo de San Félix lo mantiene vivo en las palabras, en las anécdotas, en las costumbres y en las estructuras que construyó con sus propias manos. En ese sentido, como decía Casona, «los robles mueren de pie», y Menegón es un roble firme que sigue enraizado en el corazón de la comunidad.
No ser natural de Salamina no le impide ser parte esencial de su historia. Por el contrario, su presencia marca una de las etapas más fructíferas y memorables de la región. Por eso, y con justicia, ha sido declarado uno de los personajes más importantes del Bicentenario. Porque ser de una tierra no es solo haber nacido en ella, sino haberla amado y transformado con el alma, como lo hizo el Padre Víctor Menegón Furlein.
Para la elaboración de este homenaje a «Papito Menegón» nos hemos basado en la valiosa obra San Félix: historia y anécdotas del presbítero Jairo Carmona Llano, cuyo trabajo ha sido fundamental para rescatar y preservar la memoria de este inolvidable misionero y su impacto en la comunidad.