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La Basílica Menor Inmaculada Concepción

La Basílica Menor de la Inmaculada Concepción: Silencio de Piedra, Voces del Tiempo

Textos Eleuterio Gómez V. – Fotos por Fernando Uribe Cataño – Foto Imagen

En el corazón palpitante de la Plaza Principal de Salamina, donde el sol se cuela entre los tejados coloniales y los árboles centenarios respiran al compás de la historia, se alza —como si surgiera de la tierra y se elevara hacia el cielo— la Basílica Menor de la Inmaculada Concepción. No es solo un templo: es una criatura de piedra y luz, un testigo silencioso que ha escuchado más suspiros que los muros de cualquier confesionario, más promesas que los altares del mundo, y más silencios que las montañas caldenses que la rodean como guardianes mudos.

Quien la contempla en la aurora, cuando la neblina aún abraza las torres y las campanas repican como pájaros metálicos, sabe que ha entrado a un espacio donde el tiempo se inclina. Su silueta es una flecha que apunta al misterio, y sus muros, de calicanto —esa mezcla mágica de cal, arena, piedra y sangre bovina— cuentan historias no con palabras, sino con texturas. Cada grieta, cada tallado, cada sombra proyectada por el sol tiene nombre, tiene origen, tiene alma. La Basílica no es un monumento; es un organismo que late, respira, y guarda en su memoria las oraciones de generaciones que han habitado, soñado y amado entre sus bancos y vitrales.

La Génesis de una Promesa

El jueves 26 de octubre de 1865, bajo un cielo plomizo que olía a lluvia y a esperanza, el presbítero Francisco Isaza colocó la primera piedra. Aquel acto no fue solo arquitectónico: fue espiritual. Se enterraron monedas oxidadas, medallas benditas, una bandera nacional doblada con reverencia, y sobre todo, el deseo compartido de un pueblo que deseaba ver en piedra lo que antes solo existía en oración.

La construcción tomó nueve años. Nueve años de sudor, de manos callosas, de jornadas interminables. Hombres de la región y de otros confines cargaron piedra, moldearon ladrillo, mezclaron la argamasa con fe y con lágrimas. Las mujeres cocinaban para las cuadrillas, y los niños llevaban agua en tinajas. Todo Salamina construyó su templo: no con cemento, sino con comunidad. El 15 de febrero de 1874, el templo se consagró. Ya no era solo un lugar: era un símbolo. Era el rostro de la fe tallado en piedra.

Pero la historia no se detuvo ahí. En 1881, llegó el padre José Joaquín Barco desde Rionegro, un visionario con alma de artista y corazón de constructor. Bajo su dirección, el templo se transformó nuevamente. Se convocó al maestro Eliseo Tangarife, el genio salamineño del calado en madera, que convirtió el cedro en filigrana divina. Las puertas del templo se volvieron páginas esculpidas donde ángeles, ramas y símbolos se entrelazan en una danza silenciosa que aún hoy da la bienvenida al peregrino. El púlpito, la balaustrada y los altares fueron tallados con una precisión casi mística, como si cada golpe de cincel fuera una oración que toma forma.

El padre Barco no escatimó en belleza: importó mármol de Carrara para el altar mayor, esculturas de Barcelona que parecen contener en sus pliegues la luz mediterránea, y órganos franceses con más de 300 flautas que aún resuenan entre los vitrales. Cada pieza fue colocada como quien compone una sinfonía: con equilibrio, con emoción, con reverencia.

Arquitectura como Evangelio

La Basílica es una confesión visual. Su estilo arquitectónico combina la sobriedad del diseño romano con el barroco colonial, y sus tres torres se elevan como una trinidad de piedra que custodia los cielos. La torre central alberga un reloj suizo traído especialmente para marcar, no solo las horas, sino los latidos del pueblo. Cuando sus campanas suenan, el tiempo parece pausarse para inclinarse ante su eco.

El interior deslumbra por su nave única, sin columnas, como un río de luz que fluye directo al altar. El cielo raso, antes decorado con frescos de Isaías Troya, pintaba escenas del Génesis que competían con las nubes tormentosas del paisaje. Aunque parte de esos frescos se han desvanecido, su espíritu aún sobrevive en los silencios del techo, donde la imaginación del visitante completa lo que el tiempo borró.

En las paredes, los vitrales de Alberto Mazzola Portáz —creados junto a la Casa Velasco de Cali— relatan episodios bíblicos en un lenguaje de luz. Al mediodía, los rayos solares atraviesan el vidrio policromado y convierten el suelo en una alfombra sagrada de fuego y color. Es como si el templo se encendiera desde dentro, como si Dios pintara su presencia cada día con pinceladas de luz.

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Las Tres Vidas del Templo

La Basílica ha renacido tres veces. La primera, en 1829, fue un humilde refugio de bahareque y guadua, levantado por el presbítero Ramón Marín, apenas suficiente para albergar los suspiros de un pueblo incipiente. Era frágil, como una promesa recién nacida.

La segunda, entre 1865 y 1874, fue una declaración de eternidad. Bajo dirección técnica del ingeniero inglés William Martin, se levantó el templo con rigor, pero sobre todo con pasión popular. La tercera transformación, bajo el padre Barco y Tangarife, convirtió la Basílica en joya, en santuario, en obra de arte. Allí, cada banco, cada escalón, cada vitral fue colocado como quien arma un poema: con ritmo, con imagen, con símbolo.

En 1950, un rayo derribó una torre. Pero los salamineños no se rindieron. Como sus ancestros, reconstruyeron la torre piedra por piedra, como quien recompone un corazón roto. Y en 1988, el Papa Juan Pablo II elevó el templo a Basílica Menor, reconociendo no solo su belleza, sino su alma.

Faro de la Memoria

Hoy, la Basílica es mucho más que una estructura. Es el lugar donde el pueblo se reconoce. En cada misa, en cada boda, en cada funeral, los salamineños se reencuentran con lo sagrado y con lo humano. En Navidad, cuando las velas iluminan el templo y el incienso se mezcla con el aroma del ponche y el café, parece levitar entre los cantos.

Las grietas de sus muros no son fallas: son arrugas. Son marcas del tiempo que ha pasado y que ha sido resistido. Son testimonio de la longevidad de un pueblo que no solo cree, sino que recuerda.

Contemplar esta Basílica es dialogar con los siglos. Es escuchar los cantos coloniales que aún vibran en sus muros, es sentir el suspiro de los amantes que sellaron promesas bajo sus arcos, es seguir con la mirada a los niños que juegan ajenos al peso de la historia que los cobija.

Esta joya viva no se debe mirar como una simple atracción turística, sino como una promesa colectiva: la de no olvidar, la de seguir construyendo con belleza y con fe, la de honrar el pasado edificando juntos un futuro más luminoso.

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Basilica menor Inmaculada Concepción

Elementos Sagrados en el Museo Religioso de la Basílica Menor

La Basílica tiene entre sus elementos religiosos:

• Cáliz de plata con baño de oro, este tiene imágenes del rostro del Corazón de Jesús, la Virgen, Ángeles, El Espíritu Santo y otras imágenes, tiene incrustadas esmeraldas y otras piedras preciosas, actualmente se encuentra en una urna bancaria.
• Las llaves del Sagrario del Templo de la Inmaculada Concepción, son dos llaves una es una cadena de plata bañada de oro con alegorías eucarísticas, la otra es de oro, tiene el rostro del Papa Pio XII, su urna es de plata. La orona de la Virgen de la Inmaculada, es una bella variedad de flores trabajada en delicada filigrana de oro y terminada con un moño, fue elaborada en Rio Negro.
• El niño Dios traído de España en 1905 de la casa Reixache de Barcelona.
• Cuadro del Señor del Improperio, de la escuela Quiteña.
• Estatua de San José, del taller de Envigado.
• Crucifijo: Es obra antigua del siglo XIX. Arte barcelonés, de la Escuela de Alfonso Berruguete, que tuvo sus inicios en el año de 1.520.
• La cuna del Niño Dios traída de Barcelona España 1917.
• La Magdalena autor Álvaro Carvajal.
• La inmaculada Concepción Escuela Quiteña.
• Agujas estilo gótico, candelabro y atril Eliseo Tangarife.

Taller Carvajal, Álvaro Carvajal Martínez: nació en Don Matías, Antioquia en 1845, estudio pintura con los maestros Fermín Isaza Y Carlos Greiffenstein, fundo con sus hijos Constantino y Álvaro un taller en Envigado. Una de sus obras más notables es el Resucitado que pertenece a la Parroquia de Salamina.

Las campanas de la Basílica Menor

Campanas Iglesia de Salamina
Campanas Iglesia de Salamina

En el corazón de las montañas caldenses, donde la neblina amanece como un manto de seda sobre los tejados de teja y los balcones florecidos, se alza un templo cuya voz, más que resonar, estremece. Es la iglesia de la Inmaculada Concepción de Salamina, un santuario cuyas campanas no sólo marcan las horas del día, sino que parecen tañer con el alma misma del pueblo.

Alguna vez, un periodista manizaleño, quizás llevado por el encanto de los rumores que cruzan montes y valles como viento que no sabe de fronteras, aseguró que aquellas campanas, tan vigorosas y nobilísimas, habían sido forjadas en París, bajo los altos cielos grises de Francia. Y no era de extrañar que alguien pensara así: tal es la majestad de su sonido, que uno podría imaginar orfebres franceses vertiendo el bronce con precisión casi litúrgica, como si cada golpe de martillo fuese un acto de fe.

Pero la historia verdadera, la que brota de la memoria viva de los salamineños y se recoge con esmero en los documentos del reverendo presbítero doctor Guillermo Duque Botero, nos dice otra cosa. Nos habla de una historia más íntima, más nuestra. Más bella también, por estar hecha de manos humildes, de devoción, y de fuego.

Las campanas de la Inmaculada Concepción no nacieron en Europa, sino aquí mismo, en esta tierra de cafetales, lluvia y fervor. Fueron obra del señor don Basilio Restrepo, un obrero honrado y competente, que conocía los secretos del metal como un alquimista del alma. Fue él quien las fundió en Salamina, no en altos talleres de París, sino al aire libre, en una plazoleta que aún hoy se recuerda con un susurro de orgullo.

Esa plazoleta —la misma que se abre hoy frente al colegio de La Presentación— fue el escenario de aquella faena que hoy parece de leyenda. Allí, sobre un lecho de piedra y calicanto, se alzó el horno rústico, alimentado día y noche por el ardor de las llamas y el empeño de los hombres. Allí se derritieron los metales, se mezclaron los elementos, se forjaron no sólo objetos, sino símbolos.

Y cuando el bronce alcanzó el punto exacto, cuando el líquido ardiente palpitaba como un corazón vivo, ocurrió algo que marcó para siempre el destino de aquellas campanas.

Dicen que fue un momento sagrado, una ceremonia silenciosa pero profunda. El pueblo se reunió, hombres y mujeres de todos los rincones de Salamina, vestidos con sus mejores ropas, como si fueran a misa. Y en medio de ese rito sin palabras, muchos se acercaron al crisol ardiente, y dejaron caer dentro joyas familiares, anillos de boda, medallas de santos, monedas de oro que habían pasado de mano en mano como herencia de generaciones.

Lo hicieron sin pompa ni alarde. Era un acto de ofrenda, un homenaje al cielo, un testimonio de amor a su tierra y su fe. Aquellos objetos preciosos, al fundirse con el metal, no sólo aumentaron su valor material: otorgaron a las campanas un alma plural, hecha de historias, de lágrimas, de promesas. Por eso su sonido no es sólo bronce vibrando: es la voz de un pueblo.

Terminada la fundición, las campanas —aún calientes, aún temblando de vida— fueron cargadas en hombros por los hombres más fuertes del lugar. No había carretas, ni animales de carga. Sólo cuerpos dispuestos, y un espíritu común que los impulsaba. Desde la plazoleta subieron, paso a paso, por las calles empedradas hasta llegar a la plaza principal, donde el templo aún no había sido terminado del todo. Era un edificio en gestación, como una catedral de esperanzas.

Allí fueron colocadas, como si esperaran su momento de cantar. Y cuando por fin fueron alzadas a lo alto de la torre, y repicaron por primera vez, Salamina entera pareció detenerse. El sonido era nítido, profundo, casi humano. Como si los anillos, las monedas, las medallas y los rezos hubieran encontrado un lenguaje nuevo para perpetuarse.

Desde entonces, esas campanas marcan mucho más que el paso del tiempo. Llaman a misa, sí, y también a la reflexión, al recogimiento. Anuncian nacimientos, bodas y funerales. Pero también son la memoria fundida de un pueblo. Son el eco del amor de sus gentes por lo sagrado y lo bello. Son, en cada nota, un recordatorio de que lo noble no siempre viene de tierras lejanas, sino que puede nacer del barro y el fuego de nuestra propia tierra.

Y así como las campanas fueron fundidas con fuego y oro, la iglesia misma se alzó con piedras unidas por manos expertas y humildes. La técnica que la sostiene es el calicanto, ese viejo arte de construir con piedra y argamasa, en el que se entrelazan el conocimiento ancestral y la paciencia del albañil.

La cal —óxido de calcio, blanca y viva como la luna— al mezclarse con agua y arena, crea una sustancia que fija, que perdura. La piedra, ese canto milenario, se acomoda sobre otra, y otra más, y así se levanta la obra. No es una construcción rápida ni fácil. Es lenta, metódica, casi meditativa. Pero cuando termina, es para siempre.

La argamasa, mezcla de cal, arena y agua, cubre las paredes, une ladrillos, da forma a los sueños. Es el barro sagrado de la arquitectura, lo que une lo pesado con lo frágil, lo frío con lo humano.

Así se levantó el templo. Con paciencia. Con manos callosas. Con corazones llenos de fe. Cada piedra, cada muro, lleva el peso del tiempo y la ligereza de la devoción.

Hoy, más de cien años después, las campanas de la Inmaculada siguen sonando. Su bronce aún resuena en el amanecer, cuando la neblina se disuelve lentamente y los cafetales despiertan. Su canto sigue siendo puro, profundo, como una oración sin palabras.

Y aunque el mundo haya cambiado, y las voces humanas se hayan vuelto más veloces, más digitales, más efímeras, hay algo eterno en ese repique que nos recuerda de dónde venimos.

No fueron traídas de París. No fueron obra de una fundición lejana. Fueron hechas aquí, con amor, con esfuerzo, con fe. Y en cada vibración llevan el alma de Salamina, como si cada campanada fuera un latido de su historia, un poema de metal y fuego que nunca dejará de cantarse.

El órgano de la Basílica

Órgano de la Iglesia de Salamina
Órgano de la Iglesia de Salamina

Un recorrido por la Basilica Menor