La raíz de la tradición
La Noche del Fuego en Salamina no nació como un espectáculo turístico, sino como un acto de fe y comunidad profundamente arraigado en la tradición. Su origen se remonta a la clásica Noche de las Velitas, celebración en honor a la Virgen Inmaculada, patrona de la ciudad, que desde tiempos coloniales ha sido el símbolo espiritual y protector de los salamineños.
La idea inicial fue concebida por el profesional salamineño Orlando Toro Ceballos, junto con la Fundación Calicanto, quienes retomaron la tradición de encender velas en balcones y calles y la transformaron en un gesto colectivo de unión. Según recuerda el maestro Toro, en sus primeros años las familias de cada cuadra y barrio se reunían para diseñar y elaborar faroles como homenaje a la Virgen Inmaculada. Era un ejercicio de creatividad humilde y de familiaridad, donde cada grupo aportaba su ingenio para iluminar las calles del pueblo. Así nació lo que con el tiempo se consolidó como la Noche del Fuego: una celebración que unía a las familias salamineñas en torno a la devoción y la memoria compartida.
Con el paso de los años, lo que comenzó como un gesto sencillo se transformó en una fiesta de luz que hoy define la identidad cultural del municipio. Cada diciembre, las calles del centro histórico se convierten en un río de luminarias y devoción, donde la arquitectura colonial se viste de faroles y la memoria colectiva se enciende con la llama de la tradición.
Familias enteras recorren las plazas y balcones adornados con faroles, velas y luminarias, mientras los visitantes —que llegan desde todos los rincones de Colombia y del exterior— descubren por qué Salamina es llamada la Ciudad Luz. La fuerza de este evento es tal que, en la última semana, la subpágina oficial de la Noche del Fuego en el portal de Salamina registró 123.678 visitas, una cifra que confirma su impacto cultural y turístico y que refleja el interés creciente por esta celebración que trasciende fronteras.
En sus calles se han llegado a exhibir hasta 60 mil faroles, la gran mayoría diseñados y elaborados por las comunidades locales, primero bajo el liderazgo de la Fundación Calicanto y posteriormente con el impulso de la Casa de la Cultura. Cada farol es una obra artesanal que combina creatividad, fe y orgullo comunitario, convirtiendo la ciudad en un lienzo luminoso que habla de pertenencia y tradición. A esta experiencia se suman los juegos pirotécnicos, que cada año ofrecen un espectáculo único: explosiones de color que iluminan el cielo salamineño y que, junto con los faroles, crean una atmósfera mágica que envuelve a propios y visitantes.
La Noche del Fuego es, entonces, mucho más que una fiesta: es un ritual de identidad, un homenaje a la Virgen Inmaculada y una celebración que une generaciones. Es el momento en que Salamina reafirma su condición de patrimonio cultural, mostrando al mundo que la luz no solo ilumina las calles, sino también la memoria y el corazón de su gente.
El esplendor artístico
La Noche del Fuego no solo es un río de luces y devoción, también ha sido, desde sus primeras ediciones, un escenario privilegiado para la música andina colombiana y para las artes que dan identidad a nuestra región. En la capilla del Cementerio La Valvanera se vivieron momentos memorables: allí resonaron las voces y las cuerdas de artistas de renombre nacional e internacional, como la cantautora caldense Ana María Naranjo, una de las compositoras más importantes de Colombia, y la virtuosa Ángela María Moncada, considerada la mejor guitarrista de la música andina del país. Sus interpretaciones, cargadas de sentimiento y técnica, llenaron de solemnidad y belleza un espacio que se convirtió en templo artístico, donde la música dialogaba con la espiritualidad de la celebración.
El polideportivo del barrio Fundadores fue durante años otro epicentro de presentaciones memorables. Allí, bajo el cielo iluminado por faroles y juegos pirotécnicos, se vivieron noches de danza y música que aún resuenan en la memoria colectiva. Fue un escenario popular que permitió que la cultura llegara a todos, sin distinción, y que convirtió cada presentación en un acto de encuentro comunitario. En ese lugar se presentó el Ballet de Colombia, llevando la danza nacional a un público que vibró con cada movimiento, con cada coreografía que exaltaba la riqueza de nuestras tradiciones.
Las veladas en el antiguo parque del colegio La Presentación —hoy Casa de Oración de las Hermanitas de la Anunciación— también marcaron un capítulo inolvidable. Allí se reunieron duetos, tríos e instrumentistas que ofrecieron conciertos de altísima calidad, demostrando que la Noche del Fuego era, además de un acto de fe, una verdadera fiesta del arte y la cultura. Entre esos nombres destaca el pedagogo y compositor tolimense Orlando “Teto” Quintero, quien dejó huella con su talento, su compromiso artístico y su capacidad de transmitir la esencia de la música andina a nuevas generaciones.
Cada escenario, cada artista, cada nota musical, fueron piezas de un mosaico que convirtió la Noche del Fuego en un evento integral: luz, fe y arte entrelazados para dar a Salamina un lugar único en el mapa cultural de Colombia. Ese esplendor artístico es parte de la memoria viva que debemos defender, porque sin él la Noche del Fuego perdería su alma más profunda.
La herida cultural y la degradación del evento
La Noche del Fuego, que nació como un acto de fe y comunidad, ha sufrido en los últimos años una degradación que no puede ocultarse. Si bien las administraciones anteriores comenzaron a introducir cambios que debilitaban su carácter patrimonial, las más recientes han profundizado la herida cultural. Lo que antes era un espacio para la música andina, la danza, la poesía y el encuentro familiar, ha sido reemplazado por espectáculos de rumba y géneros comerciales que, aunque más juveniles y modernos, responden principalmente a la lógica del entretenimiento masivo y del consumo.
La esencia comunitaria se ha visto desplazada por un modelo que privilegia la diversión desenfrenada y el negocio. Ya no se trata de reunir a las familias en torno a la luz y la tradición, sino de incentivar el consumo —no solo de alcohol, sino de todo aquello que convierte la fiesta en un mercado abierto—. La programación cultural, que antes era el corazón del evento, ha sido sustituida por artistas contratados para favorecer los gustos del administrador de turno y, en muchos casos, para engordar los bolsillos de empresarios cercanos al poder.
La crítica es implacable porque el daño es profundo: la Noche del Fuego corre el riesgo de perder su alma. Lo que era patrimonio, lo que era memoria, lo que era encuentro comunitario, se ha convertido en un espectáculo que responde más a intereses económicos que a la tradición de un pueblo. Y lo más preocupante es la falta de transparencia. Los contratos para la logística del evento no se conocen, los manejos administrativos se tornan cada día más oscuros, y la comunidad —que debería ser protagonista y guardiana de la celebración— queda relegada a un papel secundario, espectadora de decisiones tomadas a puerta cerrada.
La Noche del Fuego no puede seguir siendo administrada como un negocio privado disfrazado de fiesta pública. La crítica debe ser firme: se está hipotecando el patrimonio cultural de Salamina en nombre de la rumba y del comercio. Si no se recupera el sentido original, si no se devuelve la voz a las familias y a los artistas que dieron vida a esta tradición, la Ciudad Luz corre el riesgo de que su noche más emblemática se convierta en una sombra de lo que alguna vez fue.
La Noche del Fuego es, en esencia, un poema de luz escrito sobre las calles coloniales de Salamina. Es el reflejo de la fe en la Virgen Inmaculada, el abrazo de las familias que se reúnen en torno a un farol, la sonrisa de los niños que descubren la magia de la tradición, y el orgullo de un pueblo que se sabe patrimonio.
Defender su carácter cultural es defender la memoria de Salamina. La crítica no busca apagar las luces, sino recordar que detrás de cada vela encendida hay siglos de historia, de fe y de comunidad. La Noche del Fuego debe seguir siendo la fiesta de la luz y de la esperanza, no solo un espectáculo para turistas, sino un legado vivo que pertenece a todos los salamineños.







