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San Félix: Retorno al alma, memoria viva de un paraíso

Volver a San Félix es más que una visita: es reencontrarse con la infancia, los amigos, los paisajes y los sabores que nos formaron. Aunque algunos ya no puedan regresar, la memoria y la poesía mantienen vivo el vínculo con este paraíso del alma.

Volver a San Félix en tiempos de fiesta es mucho más que asistir a un evento: es un acto de comunión con nuestras raíces, una peregrinación al corazón de lo que fuimos y de lo que aún somos. Las Fiestas del Retorno no se celebran únicamente en las calles ni en los programas oficiales; se celebran en el alma de cada hijo ausente que vuelve a pisar la tierra que lo vio nacer, crecer, amar y partir.

San Félix, ese ancestral Paraíso del Norte, nos recibe con los brazos abiertos, aunque sus calles ya no estén empedradas como antaño. Aun así, conservan la dignidad de lo vivido, el paso firme de nuestros hermanos campesinos que cada día salen al campo, con la esperanza en la mirada y el sudor como testimonio. Por esas mismas calles llega la leche fresca desde las fincas, como un río blanco que alimenta las plantas de productos lácteos que nacieron aquí, en este rincón de Caldas donde la tierra y el trabajo se abrazan.

El aire se llena de sonidos que no se escuchan en ningún otro lugar del mundo: las campanas del templo, traídas desde Roma, repican como si supieran que cada nota es un llamado al reencuentro. Y en ese templo, hoy nos bendice un nuevo párroco que ha sabido recuperar los legados del inolvidable Padre Víctor Menegón, misionero de la Consolata, cuya voz aún resuena en nuestras conciencias, desde la morada celestial donde sigue velando por su pueblo.

Para los sanfeleños que viven lejos de sus tierras, las Fiestas del Retorno no son sólo una celebración: son un reencuentro con el alma. Son días en que el corazón se despabila y vuelve a latir al ritmo de las campanas, los pasodobles, los abrazos largamente esperados. Es el momento en que la nostalgia se transforma en alegría, y el recuerdo se hace carne en cada calle, cada cerro, cada rostro conocido.

Volver a ver el Alto de la Virgen, erguido como faro espiritual, es como reencontrarse con una madre que nunca dejó de esperar. El Calvario, con sus escalones de fe y silencio, nos recuerda que cada paso que dimos en la vida tuvo su origen en este cerro mirador. La Hacienda El Cedral, con su historia y su dignidad intacta, nos habla de raíces profundas, de trabajo, de memoria viva. Y la vereda La Samaria, con sus caminos de tierra altivas palmas de cera, nos devuelve la infancia como un regalo envuelto en aroma de café y canto de pájaros carpinteros o loritos de paramo.

Caminar por el bosque de palma de cera es como entrar en un templo natural, donde el tiempo se detiene y el alma respira. Allí, entre las palmas que se elevan como oraciones, uno vuelve a sentirse parte de algo más grande, más puro, más nuestro. Y recorrer las calles por donde corrimos de niños – la Calle de Abajo, la la salida a Salamina o a Marulanda, o una caminada hasta Puntabrava, – es como abrir un álbum de fotos vivas, donde cada piedra, cada esquina, guarda un secreto compartido.

Las Fiestas del Retorno son, para quienes viven lejos, una oportunidad de volver a ser. De reencontrarse con los amigos de siempre, con los sabores que no se olvidan, con los paisajes que nos formaron. Son días en que San Félix se convierte en un abrazo colectivo, en un canto que nos llama por el nombre, en una promesa de que, aunque el cuerpo esté lejos, el alma nunca se ha ido.

Porque volver no es sólo llegar: es reconocerse en cada mirada, en cada historia, en cada rincón que nos dice, sin palabras, “aquí estás, aquí perteneces”. Y eso, para un sanfeleño, vale más que cualquier distancia.

Las Fiestas del Retorno son también un reencuentro con los sabores, los colores, los abrazos que el tiempo no ha podido borrar. Son días en que los hoteles se llenan, las cometas vuelan, los niños ríen, y los abuelos se convierten en refugio y bandera. Son días en que el alma se aquieta y se agita al mismo tiempo, porque cada rincón nos habla, cada esquina nos recuerda, cada rostro nos devuelve algo que creíamos perdido.

Pero también, estas fiestas traen consigo una verdad que duele: la certeza de que algunos ya no podremos volver. Que el cuerpo, la distancia o el tiempo nos han robado la posibilidad de recorrer nuevamente esas calles que fueron nuestras, que nos vieron crecer, soñar, amar y despedirnosYa no podré visitar a los pocos amigos de mi infancia que aún quedan, como Juvel, con quien compartí juegos, secretos y silencios que sólo los años saben guardar. Tampoco podré reencontrarme con Doricel, siempre alegre y generosa, ni con Mirelia y su hermana, que iluminaban las tardes con su risa. Y cómo olvidar a la bella Gloria, a quien quise en silencio, con ese amor tímido que sólo se vive una vez y se recuerda toda la vida. A Yorladi, con su energía contagiosa; a Ferney, compañero de travesuras; a Reynaldo, Albany, Juaco… y a esa gran cantidad de amigos que no terminaría nunca de recordar, porque cada uno dejó una huella, una palabra, una mirada que aún vive en mí. Son nombres que se agolpan en la memoria como estrellas en el cielo de San Félix, y aunque el tiempo nos haya dispersado, el cariño permanece intacto, como si nunca nos hubiéramos ido. Tampoco podré compartir una charla con los nuevos amigos que la vida me regaló en el camino, como Hernando Gallego, siempre generoso en su palabra, o Diego Carmona, cuya mirada franca y espíritu noble dejaron huella.

Ya no podré caminar por la Calle de Abajo al anochecer, como lo hacía para ir a visitar a Ligia, con el corazón latiendo fuerte entre sombras y luceros, ni madrugar para ir con mi tío Campo Elías a la “Manga del Sol”, a traer las vacas que Carlotica ordeñaba con manos sabias, mientras el aroma de las sabrosas postreras con panela se colaba por cada rincón de la casa, como un himno a la sencillez y al amor.

Y cómo no recordar a las hermanas Osorio López, pilares de ternura y memoria. Floralba, con su espiritualidad serena, nos enseñó que la fe también puede ser poesía. Martica, con su cariño incondicional, se ha hecho inolvidable, como esas melodías que uno no sabe cuándo aprendió pero que nunca deja de cantar. Las educadoras Nelcy y Luzdary, guardianas del saber y del afecto, que con paciencia y firmeza nos guiaron por los caminos del aprendizaje y la vida. La entrañable amiga Adiela, siempre presente en los momentos importantes, con esa sonrisa que abría puertas y corazones. Y por último, la hermosa Rubiela, cuya belleza no era sólo exterior, sino también reflejo de una dulzura profunda, y el siempre recordado hermano mayor Nelson, ejemplo de rectitud, de fuerza, de amor fraterno que aún nos acompaña desde el recuerdo.

No podré volver, pero ellos viven en mí. En cada palabra que escribo, en cada imagen que evoco, en cada lágrima que no se ve pero que moja el alma. Porque aunque la distancia sea real, el vínculo permanece intacto. Y mientras haya memoria, habrá reencuentro. Aunque no pueda pisar esas calles, las llevo conmigo, como se lleva el perfume de una flor que ya no está, pero que sigue perfumando la vida.

Mientras haya poesía, San Félix seguirá siendo el Paraíso del Norte.

3 respuestas

  1. Eleuterio. He leído su texto Retorno al alma memoria viva de un paraíso. Me llene de nostalgia, quizá como a muchos sanfeleños de corazón . Leí , nombres de personas que fueron muy familiares para mí, extrañé que no figurara María Crispina como familia y quien participó en muchas actividades en pro de su pueblo.
    Sinceras felicitaciones, gracias por pensar y escribir con estilo sobre San Félix. Cordial saludo, Leonor Ceballos Valencia

    1. Leonor, Gracias por escribir, tienes toda la razón, sobre mi tia querida he escrito varias veces, y para el 28 de septiembre hay una reflexión que ya esta escrita y hablo de ella, como pieza fundamental no solo en l vida de San Félix sino en mi formación personal y profesional. Gracias. Te dejo mi whats app, me gustaria me escribieras: 54 9 299 508 7158

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