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Crónicas del Imaginario – Majencio, el guardián… de los costales y recuerdos

Esta novela coral y poética reconstruye la leyenda de Majencio, figura errante de San Félix, entre costales, zaguanes y memorias. A través de 23 capítulos y un epílogo epistolar, el autor honra la dignidad marginal, la infancia traviesa y la resistencia silenciosa del alma rural.

Nota: Las imágenes que acompañan nuestros artículos y el libro son ilustrativas, generadas por Inteligencia Artificial a partir de descripciones físicas limitadas del personaje. No representan retratos reales ni históricos, sino recursos simbólicos que enriquecen la narrativa sin comprometer la veracidad documental ni la memoria colectiva.

En las cumbres andinas de Colombia, donde la niebla se enreda en los tejados y el viento trae memorias como cartas sin remitente, nace una novela que es más que relato: es ritual, es homenaje, es resistencia. Majencio, el guardián de los costales y recuerdos, escrita por Eleuterio Gómez Valencia, es una obra que honra la dignidad de los olvidados, la ternura de los desobedientes y la fuerza silenciosa de quienes sostienen el alma de los pueblos.

Majencio no es solo personaje: es símbolo. Figura errante, envuelta en ruanas deshilachadas y costales que parecen piel, aparece cada mañana en San Félix como un centinela de lo invisible. Su andar ritual, su superstición del tinto antes de pisar tierra, su diálogo con los costales y los fantasmas que lo persiguen, lo convierten en mito viviente. Los niños lo temen y lo aman, los adultos lo respetan, y el pueblo entero lo incorpora como parte del paisaje, como parte de sí.

La novela, dividida en 23 capítulos y un epílogo epistolar, es una travesía por los rincones físicos y emocionales de San Félix. Desde el zaguán donde Majencio duerme envuelto en historia, hasta la plaza donde se cruzan los amores platónicos y los tacones de María Chuzo, cada escena está tejida con lirismo, humor y memoria. El autor no narra: borda. Y en cada puntada hay una voz colectiva, una infancia compartida, una dignidad que se resiste al olvido.

Los capítulos son estampas vivas. En El Recreo y los pajaritos, los niños cazan sueños entre helechos y palmas de cera, mientras Majencio aparece como sombra protectora. En La plaza y los amores, se evocan figuras femeninas como Ligia Zuluaga, Merceditas y Esperanza Márquez, amores que no se dijeron pero que aún respiran en cartas guardadas en cajas de galletas. En Las señoras del alma, se celebra a María Chuzo, Carlota Pérez y Herminia Arredondo, mujeres que organizan bazares, rifas y revoluciones con empanadas, gelatinas y civismo.

La novela no esquiva la crítica social. En El cura y los improperios, el padre Menegón intenta imponer orden espiritual, pero se enfrenta a Rafael Villa, personaje irreverente y generoso, que con aguardiente y frases afiladas revela las contradicciones entre fe y costumbre. En El billar y la trampa, Cerámico enseña que la picardía también es escuela, y que los pantalones largos prestados son uniforme de iniciación.

Majencio atraviesa todos los capítulos como presencia etérea. No siempre habla, pero siempre está. Su figura encorvada, su costal como escudo, su ritual de caminar sin tocar la tierra, lo convierten en testigo de una época, en guardián de una infancia, en símbolo de una dignidad que no necesita títulos ni genealogías. En el capítulo final, Majencio, el mito, se le reconoce como lo que siempre fue: memoria viva, resistencia silenciosa, poesía encarnada.

El epílogo, titulado Dos cartas que nunca se enviaron, es un cierre íntimo y conmovedor. Allí, el autor evoca amores no vividos, despedidas no dichas, y la certeza de que San Félix respira en cada palabra escrita. Porque esta novela no busca cerrar historias, sino abrir caminos hacia la memoria, hacia la pertenencia, hacia la belleza de lo cotidiano.

Majencio, el guardián de los costales y recuerdos es una obra que se lee con el corazón en la mano y los pies en la tierra. Es un canto a los que no caben en los registros oficiales, a los que habitan los márgenes con dignidad, a los que enseñan sin hablar. Es también un llamado a recordar, a resistir, a honrar.

Quien se adentre en sus páginas encontrará no solo una historia, sino un pueblo entero latiendo entre líneas. Encontrará costales llenos de infancia, zaguanes que abrigan la soledad, plazas que susurran amores, y mujeres que sostienen el mundo con empanadas y convicción. Encontrará, sobre todo, a Majencio: el que no se deja olvidar.

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