
Triple feminicidio, narcotráfico y una sociedad que no puede mirar hacia otro lado.
El fin de semana pasado, en una vivienda ubicada entre las calles Río Jáchal y Chañar, en Villa Vatteone, partido de Florencio Varela, en el área metropolitana de Buenos Aires, tres jóvenes fueron brutalmente asesinadas en un acto que ha sido caratulado por la justicia como triple feminicidio. Las víctimas —Brenda del Castillo (20 años), Morena Verdi (20 años) y Lara Gutiérrez (15 añitos)— habían desaparecido días antes en La Matanza, y fueron vistas por última vez subiendo a una camioneta Chevrolet Tracker blanca el viernes pasado en horas de la tarde.
El hallazgo de sus cuerpos, este miércoles 24 de septiembre, reveló una escena de horror que excede cualquier lógica criminal. Las tres jóvenes fueron torturadas con saña, y el acto fue transmitido en vivo por Instagram, en un grupo cerrado de 45 personas, según confirmaron fuentes judiciales y policiales. El crimen no fue solo un asesinato: fue un espectáculo de violencia, una exhibición de poder narco, una degradación ritual.
Las autopsias revelaron detalles que estremecen:
• A Lara, la más joven, le amputaron los dedos de una mano y una oreja antes de degollarla.
• A Brenda, le provocaron puntazos en el cuello, hundimiento de cráneo y le abrieron el abdomen.
• A Morena, le quebraron el cuello tras una feroz golpiza.
El crimen fue ejecutado como castigo narco, según el ministro de Seguridad bonaerense, Javier Alonso. La frase que acompañó la transmisión fue:
“Esto le pasa al que me roba.”
El principal sospechoso es un ciudadano peruano de 23 años, apodado “el pequeño J” o “Julito”, presunto líder de una célula narco que operaba en la zona. Cuatro personas fueron detenidas, dos de ellas mientras limpiaban la escena con lavandina, y otras dos vinculadas a la propiedad donde ocurrió el crimen.
Cuando el terror se vuelve contenido: un espejo de lo que ya vivimos en América Latina
La transmisión en vivo del asesinato marca un punto de inflexión en la violencia narco en Argentina. El uso de redes sociales como herramienta de exhibición y disciplinamiento no es nuevo en la región: es una práctica ya vista en Colombia durante los años más oscuros del narcoterrorismo, en México con los cárteles que colgaban cabezas en puentes, y en Brasil con las favelas convertidas en zonas de guerra donde el crimen organizado impone su ley con crueldad teatral.
En Colombia, en las décadas de 1980 y 1990, el país fue testigo de cómo el narcotráfico no solo se apoderó del territorio, sino también del imaginario colectivo. Los sicarios de Pablo Escobar y otros capos no solo mataban: mandaban mensajes. Cuerpos descuartizados, carteles con advertencias, videos caseros de ejecuciones… todo formaba parte de una estrategia de terror que buscaba doblegar al Estado, a la sociedad y a la propia moral. La violencia no era un medio, era un lenguaje. Y en ese lenguaje, las mujeres —especialmente las jóvenes, las pobres, las que nadie reclamaba— eran las más vulnerables, convertidas en objetos descartables para demostrar poder.
Hoy, en Argentina, ese mismo lenguaje parece estar reapareciendo. No con la misma escala que en Colombia en su peor momento, pero con la misma lógica: la impunidad, la descomposición institucional, la indiferencia social y la ausencia de políticas integrales frente al narcotráfico crean el caldo de cultivo perfecto para que el crimen organizado se instale, se expanda y, peor aún, se normalice.
Este triple feminicidio no puede leerse como un episodio aislado ni como un “exceso” de la delincuencia común. Es la manifestación más cruda de un fenómeno estructural: la colonización del territorio por parte de redes criminales que operan con la certeza de que nadie las detendrá. Y esa certeza no nace del vacío. Nace de un Estado que, por acción u omisión, ha ido retrocediendo en su capacidad de proteger a sus ciudadanos más vulnerables.
Desgobierno, impunidad y la sombra del pasado
Argentina no está exenta de los fantasmas que acecharon a Colombia. La diferencia no está en la naturaleza del crimen, sino en la respuesta del Estado. En Colombia, tras décadas de dolor, hubo —aunque tardía y contradictoria— una reacción institucional, judicial y social que, entre otras cosas, permitió desmantelar estructuras criminales, fortalecer la justicia y, sobre todo, construir una memoria colectiva que dijera: “Nunca más”.
En cambio, en la Provincia de Buenos Aires actual, asistimos a un proceso alarmante de desgobierno: recortes en políticas sociales, corrupción y desmantelamiento de programas de prevención, debilitamiento de las fuerzas de seguridad, judicialización selectiva y una retórica que muchas veces criminaliza a las víctimas en lugar de perseguir a los victimarios. Mientras tanto, el narcotráfico se expande sin freno en los barrios populares del conurbano bonaerense, aprovechando la desesperanza, la falta de oportunidades y la ausencia del Estado.
Y en ese vacío, florece la barbarie. No es casualidad que las víctimas hayan sido tres jóvenes de barrios vulnerables, invisibilizadas por el sistema, cuyas desapariciones no generaron alerta inmediata. No es casualidad que el crimen haya sido transmitido en vivo, como si la vida de ellas valiera menos que un story en Instagram. No es casualidad que el asesino haya actuado con la certeza de que podía hacerlo sin consecuencias.
Estamos, peligrosamente, a un paso de repetir la historia. No necesariamente con los mismos nombres ni en la misma escala, pero con la misma lógica: un Estado ausente, una sociedad indiferente y un crimen organizado que se siente dueño de la vida y la muerte.
Más allá del horror: memoria, justicia y compromiso
Brenda tenía 20 años. Morena también. Lara apenas 15. Eran jóvenes, lindas, con sueños que nunca conoceremos.
No eran criminales. No eran enemigas. Eran niñas. Y fueron asesinadas con una crueldad que no puede explicarse solo desde el narcotráfico. Fue un acto de odio estructural, de desprecio por la vida, de feminicidio ritualizado.
Este crimen no debe ser solo noticia. Debe ser memoria activa. Debe ser grito colectivo. Debe ser compromiso político y cultural para que nunca más una niña sea convertida en espectáculo de muerte.
Pero para eso, necesitamos más que condenas morales. Necesitamos un Estado presente, con políticas de seguridad integral, con enfoque de género, con inversión en barrios marginados, con justicia efectiva y con una mirada que no vuelva a considerar a las víctimas como “daño colateral”. Necesitamos recordar lo que pasó en Colombia no como una historia lejana, sino como una advertencia urgente.
Porque si no actuamos ahora, si seguimos normalizando la violencia, si seguimos discutiendo estadísticas mientras se tortura en vivo, entonces sí estaremos muy cerca —demasiado cerca— de volver a sufrir lo que creíamos superado.
Y esta vez, las próximas víctimas podrían ser otras tres niñas. Otras tres Brendas, Morenas o Laras. Con otros nombres, pero con el mismo destino: olvidadas, despedazadas, convertidas en mensaje.
No podemos permitirlo. No otra vez. No aquí. No ahora.