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Cali resiste: del estruendo al clamor por la paz verdadera

El atentado en Cali revive las sombras del narcoterrorismo, dejando muerte y destrucción. Pero también convoca a la memoria, la justicia y la acción colectiva. La ciudad, herida pero digna, exige que el dolor se transforme en coraje y que la paz sea compromiso real.

La tarde del 21 de agosto de 2025, Cali volvió a estremecerse. No por el rugido de la música en sus calles, ni por el fervor de sus carnavales, sino por el estruendo brutal de un carro bomba que dejó seis muertos, sesenta y cinco heridos, cuarenta edificaciones dañadas y quince vehículos – entre motos y automóviles – reducidos a escombros y cenizas. El ataque, perpetrado cerca de la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez, no solo sacudió los muros físicos de la ciudad, sino también los cimientos emocionales de una nación que aún no termina de cerrar las heridas del pasado.

Este acto de barbarie no puede ser leído como un hecho aislado. Es un eco siniestro de los años más oscuros del narcoterrorismo colombiano, cuando las explosiones eran parte del paisaje urbano, cuando la muerte se escondía en los semáforos, en los parques, en los mercados. Es una bofetada a la memoria colectiva, un recordatorio de que la violencia, cuando no se enfrenta con verdad, justicia y reparación, siempre encuentra el modo de regresar.

Colombia ha vivido múltiples ciclos de violencia. Desde los años ochenta y noventa, cuando los carteles de la droga convirtieron las ciudades en campos de guerra, hasta los atentados de las guerrillas y los grupos paramilitares, el país ha aprendido a convivir con el miedo. Pero aprender a convivir no es lo mismo que sanar. Y lo que ocurrió en Cali demuestra que las raíces del conflicto siguen vivas, que los actores armados – viejos o nuevos – aún tienen capacidad de daño, y que el Estado, a pesar de sus esfuerzos, sigue siendo vulnerable.

El presidente Gustavo Petro calificó el atentado como un “acto terrorista” y señaló a grupos armados ilegales vinculados al narcotráfico como posibles responsables. La fiscalía general asumió la investigación, y se activaron los protocolos de emergencia. Pero más allá de las respuestas institucionales, lo que se impone es una reflexión profunda sobre el país que somos y el país que queremos ser.

Cali no es solo escenario. Es víctima. Es testigo. Es símbolo. En sus calles se han librado batallas por la paz, por la dignidad, por la vida. Y también han caído cuerpos, sueños, esperanzas. Este atentado, como tantos otros, no distingue entre uniformes y civiles. Entre niños y adultos. Entre pobres y ricos. La explosión no solo destruye materia: desgarra vínculos, rompe rutinas, siembra miedo.

Las imágenes compartidas en redes sociales mostraban el caos: vehículos envueltos en llamas, personas heridas en el suelo, vidrios destrozados, gritos, sirenas. Pero también mostraban algo más: la solidaridad espontánea, el abrazo entre desconocidos, la urgencia de salvar vidas. Porque incluso en medio del horror, la humanidad resiste.

Recordar no es revivir. Es resistir. Es entender que el pasado no puede repetirse. Que las lecciones de la historia deben convertirse en acciones del presente. El atentado en Cali nos obliga a mirar atrás, a revisar los años del plomo, los pactos rotos, las promesas incumplidas. Nos obliga a preguntarnos por qué, después de tantos acuerdos de paz, de tantas reformas, de tantos discursos, seguimos siendo vulnerables al terror.

La memoria no puede ser decorativa. Debe ser política, ética, pedagógica. Debe estar en los libros, en las aulas, en los medios, en las plazas. Debe ser parte del tejido social. Porque solo cuando entendemos lo que fuimos, podemos decidir lo que no queremos volver a ser.

Este atentado también interpela al Estado. ¿Dónde están las garantías de seguridad? ¿Dónde está la inteligencia preventiva? ¿Dónde está la inversión en educación, en cultura, en empleo, que permita desactivar las raíces del conflicto? No basta con condenar. No basta con investigar. Se necesita una política integral que entienda que la violencia no se combate solo con armas, sino con oportunidades.

La presencia de grupos armados ilegales en zonas urbanas, el uso de explosivos, la coordinación de ataques simultáneos —como el ocurrido el mismo día en Antioquia, donde un helicóptero fue atacado con drones explosivos— demuestra que estamos ante una escalada preocupante. Y que la respuesta debe ser proporcional, estratégica y sobre todo, humana.

Seis muertos, mas de 70 heridos heridos. Cuarenta edificaciones dañadas. Quince vehículos destruidos. Pero detrás de las cifras hay nombres, hay historias, hay familias. Hay niños que no volverán a ver a sus padres. Hay comerciantes que perdieron su sustento. Hay cuerpos que no volverán a sanar. Las víctimas no pueden ser solo números en un informe. Deben ser el centro de la acción pública, el motor de la justicia, el corazón de la reparación.

Es urgente que se les escuche, que se les atienda, que se les proteja. Que se les reconozca como lo que son: ciudadanos que pagaron el precio de una guerra que no eligieron. Y que merecen vivir en paz.

Este atentado también nos convoca como sociedad. No podemos delegar la paz solo en los gobiernos. Debemos construirla desde abajo, desde los barrios, desde las escuelas, desde los micrófonos, desde los poemas. Debemos rechazar el miedo, el odio, la indiferencia. Debemos exigir justicia, pero también verdad. Debemos acompañar a las víctimas, pero también prevenir nuevas víctimas.

La paz no es solo ausencia de balas. Es presencia de derechos. Es acceso a salud, a educación, a cultura. Es respeto por la diferencia. Es diálogo. Es memoria. Y sobre todo, es compromiso.

Lo ocurrido en Cali es una tragedia. Pero también puede ser una oportunidad. Una oportunidad para despertar, para actuar, para transformar. Que el dolor no sea en vano. Que las lágrimas se conviertan en fuerza. Que el miedo se transforme en coraje. Que la memoria se convierta en futuro.

Colombia merece vivir sin explosiones. Sin atentados. Sin terror. Merece vivir con dignidad, con justicia, con belleza. Y para lograrlo, necesitamos más que palabras. Necesitamos voluntad. Necesitamos acción. Necesitamos humanidad.

El equipo editorial de Salamina-com.co expresa su más profunda solidaridad con los familiares de las víctimas mortales y con quienes hoy sufren las heridas físicas y emocionales del atentado ocurrido en Cali. Nos duele cada vida truncada, cada historia interrumpida, cada abrazo que no podrá repetirse. En medio del dolor, alzamos la voz con firmeza y convicción: Colombia no puede, no debe, volver a los tiempos de la barbarie, del miedo como rutina, de la violencia como lenguaje.

Desde este espacio que celebra la palabra, la cultura y la memoria, hacemos votos por una nación que se reconozca en la vida, en el respeto, en la dignidad de cada ciudadano. Que el horror no se normalice, que la indiferencia no gane terreno, que el país entero se levante con la fuerza de sus comunidades, sus artistas, sus periodistas, sus educadores, sus jóvenes y sus mayores, para decir basta.

Hoy más que nunca, creemos en el poder de la memoria como resistencia, en la cultura como refugio, y en la palabra como acto de reparación. Que este dolor se transforme en compromiso, que la tristeza se vuelva impulso, y que el recuerdo de los ausentes nos convoque a construir un país donde la paz no sea una promesa lejana, sino una realidad cotidiana.

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