
La noticia llegó como llegan las cosas que duelen: sin pedir permiso. Miguel Uribe Turbay, senador, joven, con apellido de historia y mirada de futuro, asesinado por un adolescente en plena calle, en plena campaña, en plena democracia. Lo leí en el periódico mientras el café se enfriaba. Y por un momento, el murmullo del Café La Cigarra se apagó. No por silencio, sino por respeto.
No conocí a Miguel Uribe. No compartí sus ideas, ni sus alianzas, ni sus discursos. Pero eso no importa. Porque lo que se ha roto no es solo una vida, sino el pacto mínimo que sostiene una sociedad: el derecho a disentir sin morir por ello.
Colombia ha vivido muchas muertes políticas. Desde Jorge Eliécer Gaitán hasta Luis Carlos Galán, desde Jaime Pardo Leal hasta Álvaro Gómez Hurtado. Cada uno con su contexto, su enemigo, su sombra. Pero lo de Miguel Uribe tiene un matiz que hiela la sangre: fue asesinado por un menor de edad. Un niño, casi. ¿Qué clase de país estamos construyendo cuando la rabia se hereda antes que la esperanza?
La polarización no es nueva. Pero lo que estamos viviendo es otra cosa. Es una guerra de trincheras donde el adversario no es alguien con quien debatir, sino alguien a quien destruir. Y cuando el lenguaje se llena de insultos, de etiquetas, de “castrochavistas” y “uribistas”, de “petristas” y “paracos”, lo que se pierde no es solo el respeto: es la posibilidad de construir juntos.
Miguel Uribe representaba una derecha joven, institucional, heredera de una tradición liberal que se volvió conservadora. Tenía detractores, claro. Pero también tenía propuestas, voz, presencia. Y eso, en una democracia, debería bastar para protegerlo. No por lo que decía, sino por el derecho a decirlo.
El adolescente que lo mató no actuó solo. Detrás hay adultos, estructuras, odios cultivados como semillas en tierra fértil. La Fiscalía habla de concierto para delinquir. Pero yo hablo de algo más profundo: un concierto para odiar. Porque el odio no nace espontáneo. Se enseña, se repite, se celebra. Y cuando se convierte en identidad, ya no hay argumentos que lo detengan.
Desde mi banca en Salamina, veo pasar la historia como quien ve llover sobre los tejados coloniales. Y me pregunto: ¿qué estamos haciendo con nuestros jóvenes? ¿Qué les estamos diciendo cuando los líderes insultan, cuando los medios polarizan, cuando las redes sociales premian el escándalo y castigan la reflexión?
La política debería ser el arte de convivir con el que piensa distinto. Pero en Colombia se ha vuelto el arte de sobrevivir al que piensa distinto. Y eso es una tragedia. Porque sin diálogo, sin matices, sin puentes, lo que queda es la selva. Y en la selva, el más fuerte no es el más sabio, sino el más armado.
Miguel Uribe no era un mártir. No buscaba morir. Buscaba gobernar. Y eso lo hace aún más doloroso. Porque su muerte no fue el resultado de una lucha heroica, sino de una rutina política que se volvió peligrosa. Salió a hablar con la gente. Y lo mataron.
¿Qué hacemos ahora? ¿Lloramos? Sí. Pero también pensemos. Porque si no cambiamos el tono, el lenguaje, el modo de hacer política, vendrán más muertes. Y cada una será una herida en el alma de Colombia.
Desde este café, donde la palabra aún tiene valor, quiero decir algo que parece obvio pero que hemos olvidado: nadie merece morir por sus ideas. Nadie. Ni de derecha ni de izquierda. Ni joven ni viejo. Ni poderoso ni marginal.
La democracia no se defiende con balas. Se defiende con argumentos, con respeto, con educación. Y eso empieza en casa, en la escuela, en los medios, en los cafés como este, donde aún se puede conversar sin miedo.
Miguel Uribe Turbay ya no está. Pero su ausencia debe ser una alarma. No para vengarse, como dijo el presidente Petro, sino para repensar. Porque si seguimos sembrando odio, cosecharemos más muerte. Y entonces, ¿quién quedará para gobernar?
Hoy, mientras el café se enfría y la plaza se llena de niños que aún no saben de política, quiero creer que podemos cambiar. Que podemos volver a escucharnos. Que podemos hacer de Colombia un país donde la palabra valga más que la bala.
Porque si no lo hacemos, Timoteo no será el único que reflexione en soledad. Seremos todos. Y entonces, el silencio será el único que gobierne.