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Diplomacia en crisis: Colombia y EE.UU. al borde del abismo

La tensión entre Colombia y Estados Unidos amenaza una relación estratégica vital. Declaraciones provocadoras y decisiones improvisadas han puesto en juego el comercio, la cooperación y la reputación internacional. Es urgente separar la política exterior del oportunismo interno y retomar el camino del diálogo responsable.

La nueva crisis diplomática entre Colombia y Estados Unidos ha encendido todas las alarmas políticas, económicas y sociales en el país. Esta vez, el desencadenante ha sido una serie de provocadoras declaraciones del gobierno colombiano, que —en una jugada oportunista— aprovechó la divulgación de audios comprometedores del excanciller Álvaro Leyva, ahora presentado como un conspirador, para lanzar una acusación grave: la existencia de un supuesto complot orquestado por congresistas estadounidenses con el objetivo de desestabilizar al actual gobierno.Este tipo de acusaciones, lejos de fortalecer la institucionalidad democrática, la colocan bajo una presión innecesaria, desviando la atención pública de los verdaderos asuntos urgentes y alimentando la incertidumbre. La reacción desde Washington no se hizo esperar. El llamado a consultas de su encargado de negocios fue una señal diplomática clara de descontento, de preocupación, y también de advertencia. Con ello, Colombia ha terminado comprometiendo una de sus relaciones bilaterales más importantes, construida a lo largo de varias décadas sobre la base de cooperación, confianza estratégica y objetivos compartidos.

Las consecuencias de este conflicto no son simbólicas: son estructurales, concretas y profundas. Estados Unidos no solo es el principal socio comercial de Colombia, representando cerca del 30% de nuestras exportaciones y más del 25% de nuestras importaciones, sino que también es un aliado clave en temas de seguridad, defensa, cooperación antidrogas, formación institucional, desarrollo social y protección ambiental. Su influencia económica, diplomática y geopolítica es significativa, y afectarla por motivaciones coyunturales pone en riesgo numerosos sectores del país.

Millones de colombianos —empresarios, exportadores agrícolas, pequeños productores, migrantes, beneficiarios de programas de ayuda técnica y social— dependen directa o indirectamente de esta relación bilateral. Ya se empiezan a sentir los efectos con medidas que generan alarma: imposición de aranceles del 25% a productos colombianos, restricciones migratorias como la revocación de visas a funcionarios y diplomáticos, y el riesgo latente de una descertificación en la lucha contra el narcotráfico, lo cual tendría efectos devastadores para la economía, la cooperación internacional y la imagen del país ante otros organismos multilaterales.

Este deterioro afecta también la inversión extranjera directa, el turismo, la estabilidad del dólar, la generación de empleo formal, y sobre todo la reputación de Colombia en el escenario global. La política exterior no puede convertirse en un instrumento de agitación interna ni de propaganda electoral. Usar la confrontación con Estados Unidos como cortina de humo o como recurso nacionalista para obtener réditos políticos locales solo profundiza la polarización y debilita aún más la confianza institucional. En tiempos de tensión global y redes de interdependencia, la diplomacia no puede permitirse acciones erráticas o improvisadas.

Es imperativo que el gobierno entienda que la política exterior no le pertenece como herramienta partidista. No puede ser tratada como un feudo ideológico ni como un frente de batalla retórico. La diplomacia es, y debe ser, una política de Estado: profesional, coherente, basada en la defensa del interés nacional y no en cálculos electorales o posicionamientos personalistas. Cualquier acto o declaración irresponsable en este ámbito repercute no solo en las relaciones bilaterales, sino también en el sistema interno de confianza entre instituciones, entre regiones y entre ciudadanos.

Para lograr una política exterior firme y respetada, la Cancillería necesita una transformación urgente. Se requiere profesionalización en sus estructuras, meritocracia en los nombramientos, estabilidad administrativa, formación especializada y experiencia comprobada en el cuerpo diplomático. La improvisación y el clientelismo han dejado huellas vergonzosas. La diplomacia no se improvisa con tuits incendiarios ni se delega en voceros sin formación técnica. Se debe activar la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, convocar a expresidentes, excancilleres, representantes del Congreso, académicos, gremios y expertos para reconstruir una hoja de ruta común que garantice coherencia internacional y legitimidad interna.

Además, resulta fundamental desescalar el lenguaje incendiario en redes sociales. Las plataformas digitales no son el espacio adecuado para manejar crisis diplomáticas. La diplomacia exige prudencia, estrategia, análisis multidisciplinario y uso exclusivo de canales oficiales. Lo contrario es desorden, ruido y desinformación. Colombia debe reafirmar su posición como un actor responsable en el concierto internacional, y no como una fuente de incertidumbre regional.

De cara al futuro, Colombia necesita establecer una agenda renovada de cooperación con Estados Unidos, centrada en intereses compartidos, en la reciprocidad, en el respeto mutuo y en objetivos estratégicos de largo plazo. Algunos puntos clave para dicha agenda podrían ser:

• Seguridad regional y migración: Fortalecer la colaboración en control fronterizo, luchar contra redes de trata de personas y tráfico ilícito, y promover una transformación estructural de Migración Colombia, con mayor capacidad técnica y enfoque de derechos humanos.

• Transición energética y desarrollo sostenible: Reanudar contratos de explotación de hidrocarburos estratégicos, priorizando el gas como fuente de transición hacia energías renovables. Fomentar el intercambio tecnológico en eficiencia energética y promover proyectos binacionales de sostenibilidad en zonas vulnerables.

• Lucha integral contra el narcotráfico: Ir más allá de la interdicción. Implementar estrategias multidimensionales que incluyan salud pública, reducción de daños, políticas de desarrollo alternativo, bioeconomía territorial y prevención del consumo, con enfoque en jóvenes y comunidades rurales.

• Reactivación del comercio bilateral: Diversificar la oferta exportadora con productos agrícolas, tecnológicos y culturales. Impulsar programas conjuntos para fortalecer las pequeñas y medianas empresas colombianas, mejorar estándares de calidad y facilitar el acceso a mercados internacionales.

• Educación y movilidad académica: Crear nuevas becas binacionales, intercambios universitarios, formación técnica especializada y programas de innovación compartida, conectando talento colombiano con centros de conocimiento en Estados Unidos.

Colombia no puede darse el lujo de perder a su principal aliado internacional. La relación con Estados Unidos debe ser defendida con inteligencia, no con ideología. Y sobre todo, debe estar al servicio de todos los colombianos, no de los intereses cortoplacistas de un gobierno que ya se despide. Cada paso en política internacional debe pensarse con visión, con madurez y con propósito nacional.

Este conflicto pone a prueba la capacidad institucional del país para reaccionar, adaptarse y reconducir sus decisiones. Estamos ante una oportunidad crítica para demostrar que el interés superior de Colombia está por encima de los intereses del poder temporal. La diplomacia, como ejercicio ético de representación del Estado, debe colocarse al servicio de la ciudadanía, del desarrollo inclusivo y de la paz regional.

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