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Salamina, un Bicentenario festivo con sabor a deuda histórica

Aunque la celebración de los 200 años de Salamina tuvo un carácter festivo, dejó un vacío profundo en la construcción de memoria colectiva. Faltaron homenajes, reflexión histórica, inclusión ciudadana y una visión cultural de largo plazo acorde a su legado.
Fotografia. Marino Gómez Bernal

La celebración de los 200 años de Salamina, en el corazón del norte caldense, fue sin duda un acontecimiento festivo. Desfiles, música, caravanas de egresados, exposiciones de autos antiguos, concursos, conciertos, y fuegos artificiales animaron sus calles durante varios días. Hubo entusiasmo, sí; hubo alegría, también. Pero en medio de las luces y los desfiles, quedó flotando una sensación incómoda: la de que este Bicentenario pudo —y debió— ser mucho más. La conmemoración de los 200 años de vida institucional de Salamina se quedó corta en memoria, profundidad y visión de futuro.

Una celebración de esta magnitud exigía, como mínimo, un ejercicio de memoria histórica serio, participativo y pedagógico. No bastaba con actos protocolarios ni con slogans institucionales reciclados. Salamina tiene una historia rica, compleja y profundamente ligada al proceso de colonización antioqueña, al surgimiento del Eje Cafetero, y a la identidad cultural de la región andina colombiana. Era la ocasión perfecta para rendir homenaje a sus fundadores, rescatar la memoria de sus personajes ilustres y desconocidos —arrieros, maestras, médicos, músicos, campesinos, mujeres invisibilizadas— y dejar un legado intelectual y cultural que sirviera de brújula para las nuevas generaciones. Eso no ocurrió.

La administración municipal, en su afán de mostrar resultados rápidos y visibles, optó por una programación cargada de eventos festivos, pero pobre en contenido histórico. Hubo promesas de inversión en infraestructura, en campañas mediáticas, hubo celebraciones llamativas. Pero, ¿dónde estuvieron los simposios académicos, los coloquios ciudadanos, las mesas de reflexión sobre la historia y el presente del municipio? ¿Qué espacio se les dio a los historiadores locales, a los cronistas de la cotidianidad, a los investigadores sociales que desde hace años estudian la vida en Salamina? ¿Por qué se desaprovechó la oportunidad de fortalecer el archivo histórico municipal o de crear una cátedra permanente sobre Salamina en sus instituciones educativas?

En una época donde el patrimonio cultural está bajo amenaza constante —ya sea por la indiferencia institucional, por la presión inmobiliaria o por el olvido generacional—, la mejor inversión que se podía hacer era en la memoria. Pero la celebración privilegió el espectáculo. Se perdieron oportunidades valiosas: una publicación conmemorativa de alto nivel; un documental narrado por voces locales; una colección de ensayos, crónicas y testimonios; una cartografía viva de las veredas y los barrios; una obra de teatro inspirada en los orígenes del municipio. En lugar de eso, hubo un desfile bonito y mucha cobertura privada en redes sociales.

Otro gran vacío fue la falta de inclusión de las colonias salamineñas radicadas en otras ciudades del país y del mundo. Durante décadas, estas colonias han mantenido un lazo afectivo, económico y simbólico con su tierra natal. Han fundado asociaciones, han promovido encuentros, han conservado costumbres y transmitido memoria oral. ¿Qué esfuerzos hizo la administración para integrarlas a esta celebración? ¿Qué canales se abrieron para que sus voces, sus aportes y sus recuerdos enriquecieran el Bicentenario? Si en algo son ricos los pueblos como Salamina, es en su diáspora. Ignorarla no solo fue un error político, sino también una miopía cultural.

La soberbia institucional también dejó huella. Se notó en la forma como se manejó la agenda del Bicentenario: decisiones tomadas a puerta cerrada, escasa deliberación pública, falta de rendición de cuentas, convocatorias cerradas, protagonismos innecesarios. El Bicentenario no debía ser una plataforma para lucirse políticamente ni para engrandecer egos personales. Debía ser una ocasión de consenso, de diálogo intergeneracional, de participación multivocal. Pero no lo fue. Algunos sectores sociales, culturales y académicos quedaron excluidos o fueron invitados a última hora. A otros se les prometió participación que nunca llegó. Lo simbólico se gestionó como si fuera un asunto de presupuesto y cronograma, y así perdió su profundidad.

Por supuesto, hubo aciertos. Sería injusto desconocerlos. La restauración de algunos bienes patrimoniales —aunque parcial—, la visibilidad que se dio a Salamina en medios regionales y nacionales, y la movilización de la comunidad en torno a ciertas actividades son aspectos positivos. También hubo proyectos musicales, producción de cortometrajes locales y un esfuerzo por embellecer el municipio. Todo eso es valioso. Pero los aciertos no compensan la falta de visión a largo plazo. No se trataba solo de celebrar, sino de construir. Y ese construir pasa por el conocimiento, por el reconocimiento y por la apropiación crítica de la historia.

Lo que más dolió del Bicentenario fue la ausencia de relato. Nos faltó una narrativa que nos ayudara a entender quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes queremos ser como salamineños. La historia no puede ser una anécdota ni una estatua. Debe ser una conversación viva, un proceso permanente de interpretación colectiva. Al Bicentenario le faltó alma, le faltó profundidad, le faltó ese silencio reflexivo que provoca el contacto con lo que somos. Lo que quedó fue un eco fotográfico en redes sociales, un álbum disperso, una cronología sin espíritu.

¿Estamos a tiempo de corregir? Afortunadamente, sí. Pero no será fácil. Se necesita voluntad política, generosidad institucional, capacidad de autocrítica y, sobre todo, una visión cultural más ambiciosa. Se necesita convocar a los sabios del pueblo, a los jóvenes inquietos, a los artistas críticos, a los docentes comprometidos, a los migrantes nostálgicos. Se necesita pensar más allá del presupuesto anual y de los periodos de gobierno. Se necesita comprender que una ciudad con historia solo se proyecta al futuro si se reconcilia con su pasado, y si transforma esa reconciliación en políticas públicas sostenidas.

Salamina merecía más. No solo porque cumple 200 años, sino porque su gente, su paisaje, su arquitectura y su tradición lo exigen. Un Bicentenario debe ser una plataforma de futuro, no un espectáculo que se disuelve con los fuegos artificiales. Ojalá esta celebración —con sus logros y sus fallas— nos sirva como punto de partida para una conversación más honesta, más amplia y más profunda sobre lo que significa pertenecer a una ciudad con historia. Y sobre todo, sobre lo que significa estar a la altura de esa historia.

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