
El sol se alzaba como un tirano implacable sobre la llanura cuarteada, un desierto de grietas que se extendía como las arrugas de un rostro antiguo. El calor sofocante era un manto invisible que aplastaba todo a su paso, un aliento ardiente que cegaba a las criaturas osadas que intentaban asomar sus hocicos al mundo. La tierra, reseca y yerma, parecía exhalar su última voluntad, un suspiro agónico que dificultaba cada inspiración. Nada parecía vivo en esa superficie que algún día, con la gracia de las lluvias, se transformaría en un maizal dorado. Solo el silencio reinaba, un silencio pesado, interrumpido apenas por el crujir de la maleza seca que se aferraba al suelo como un intruso pertinaz.
Pero bajo esa corteza árida, en la penumbra de la tierra, las semillas aguardaban. Pequeñas, pacientes, frágiles como promesas susurradas al viento, resistían la sequía y la amenaza de las hierbas que usurpaban su espacio. Eran diminutas cápsulas de vida, guardianas de un milagro que la naturaleza, en su magia callada, aún guardaba. Y entonces, una noche, cuando el frescor lunar se deslizó como un bálsamo sobre la llanura, ocurrió: la primera simiente de maíz despertó. Un brote tierno, apenas un hilo verde que perforaba la costra endurecida, emergió con una fuerza sutil pero decidida. Y con él, como un eco de esa vida naciente, despertó el Alux.
Era un ser pequeño, un duende de piel grisácea que parecía tallada en ceniza, con orejas grandes como alas de murciélago que temblaban al menor soplo del viento. No había infancia en sus ojos oscuros, ni recuerdos en su mente vacía. Despertó sin soñar, un niño envejecido antes de tiempo, sin hogar, sin familia, sin pasado que lo anclara al mundo. Junto a él, su hermano mijo, otro brote gemelo, compartía su destino efímero. El Alux no era un ser ordinario; era un espíritu del campo, un guardián nacido de la tierra misma, destinado a portar fortuna al maizal, a velar por su crecimiento y a silbar en las noches húmedas para ahuyentar a los depredadores y delatar a los ladrones. Pequeño de cuerpo, pero inmenso de corazón, su existencia estaba ligada al ciclo del maíz: nacía con el primer brote y moría con la última cosecha.
La Voz del Alux: Un Lamento Silencioso
En la quietud de la noche, mientras el viento acariciaba los primeros tallos, el Alux contemplaba la llanura con una mezcla de asombro y melancolía. Sus pensamientos, aunque simples, eran profundos, un torrente de preguntas que brotaban como las raíces del maíz que cuidaba. “Envidio a los campesinos que trabajan estas tierras,” murmuraba para sí, su voz apenas un susurro que se perdía entre las sombras. “Hombres que nacieron y crecieron, que forjaron familias y que dejarán su huella en la sangre de sus hijos. Todos son iguales, desagradecidos que devastan lo que solo ellos podrían salvar. Bendecidos con la inteligencia, el arma más poderosa del mundo, y aun así la usan para destruirse entre sí.”
Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, seguían el horizonte donde el sol había dejado su marca abrasadora. “Nacen como niños,” continuaba, “llenos de dulzura, inocencia, bondad y sueños. Tan parecidos a mí en su comienzo, y tan distintos en su final. Luego crecen, y con la altura y el pelo brotan también la maldad, la vanidad, la mentira y la ambición. El ser humano, creación perfecta con la fuerza de un león y la delicadeza de una mariposa, lleno de vida y posibilidades, desperdicia todo en su soberbia idea de adueñarse de lo que no le pertenece. Exterminan a los demás seres vivos por su propio beneficio, y aún así son tan hermosos.”
El Alux se inclinaba sobre un brote, sus dedos diminutos rozando las hojas tiernas como si pudiera sentir su pulso. “Capaces de inspirarse con un suspiro o un pétalo,” reflexionaba. “Crean belleza a su alrededor: componen melodías que hacen temblar el alma, pintan lienzos que capturan el tiempo, esculpen figuras que desafían la eternidad, construyen hogares que resguardan sus días y escriben palabras que dan sentido a sus noches. Pero en lugar de deleitar sus cinco sentidos con ese arte, lo convierten en moneda de cambio, porque su codicia no tiene fin.”
Se detenía entonces, su mirada perdida en la vastedad de la llanura. “¿Y qué hay de mí? Un eterno infante sin pasado ni futuro. Nací junto al esqueje y junto a él feneceré. Solo unos meses separan mi vida de mi muerte, y durante ese tiempo cuido los campos, ayudo a que crezca el maíz, llamo a la lluvia con mis silbidos y vigilo en las noches frías y húmedas. Espanto a los animales de rapiña, delato a los ladrones, soy un duende pequeño pero grande de corazón. ¿Acaso no merezco algo a cambio? ¿Por qué tú, humano, plagado de defectos y carencias, tienes el don de una vida plena, llena de sueños y esperanzas? ¿Es que no trabajo como tú? ¿No cuido el maizal? ¿Por qué no tengo derecho, yo también, a conocer el amor, a perpetuar mi especie, a ser feliz?”
El Guardián de la Noche
Las noches eran su reino. Cuando la luna se alzaba, pálida y redonda, el Alux recorría el campo con pasos silenciosos, sus orejas captando cada susurro del viento, cada crujido de la maleza. Silbaba entonces, un sonido agudo y claro que cortaba la oscuridad como un filo invisible. Era su arma, su escudo, su voz. Los zorros se detenían, las lechuzas alzaban el vuelo, y los hombres de manos furtivas, si acaso se atrevían a acercarse, retrocedían ante aquel canto que parecía venir de la tierra misma. El maíz crecía bajo su cuidado, los tallos se alzaban fuertes y verdes, las mazorcas comenzaban a formarse como promesas doradas. Y él, pequeño y gris, se sentía grande, útil, vivo.
Pero esa vida era frágil. Cada día, mientras el sol castigaba la llanura, el Alux veía acercarse el inevitable final. Los campesinos llegarían con sus hoces, segarían el maizal, y con cada corte arrancarían no solo la vida de sus hermanos vegetales, sino la suya propia. “Vienes hasta aquí,” murmuraba, “arrancando con tu hoz la vida de mis hermanos y con ellos la mía. Y pereceré. Pero algún día volverás a sembrar, y cuando la primera semilla germine, regresaré; sin recuerdos, sin pasado, pero con la determinación de cobrar lo que me pertenece, de hacer un intercambio. Tu vida por la mía.”
El Encuentro
Una tarde, cuando el maíz ya ondeaba como un mar esmeralda bajo el cielo, un campesino llegó al campo. Era un hombre joven, de piel curtida y manos callosas, con una hoz al hombro y un sombrero de paja que apenas protegía sus ojos del sol. El Alux lo observó desde la sombra de un tallo, su corazón latiendo con una mezcla de curiosidad y resentimiento. El hombre se arrodilló, examinó una mazorca con dedos cuidadosos, y sonrió. “Buena cosecha este año,” dijo en voz alta, como si hablara consigo mismo. Luego, para sorpresa del duende, sacó un pequeño cuchillo y cortó una mazorca tierna, ofreciéndola al aire. “Para los espíritus del campo,” murmuró, dejando el fruto sobre la tierra.
El Alux, escondido, sintió un nudo en su garganta diminuta. Era la primera vez que un humano le ofrecía algo, un gesto que no entendía del todo pero que lo llenaba de una calidez extraña. “¿Por qué lo haces?” susurró, aunque sabía que el hombre no podía oírlo. “¿Es gratitud, o solo superstición?” El campesino se levantó, silbando una melodía suave, y se alejó con pasos lentos. El duende se acercó a la mazorca, la tocó con reverencia, y por un instante fugaz imaginó que ese acto era un puente, un reconocimiento de su existencia.
El Ciclo y la Promesa
Los días pasaron, y las lluvias llegaron al fin, empapando la llanura con un canto líquido que revitalizaba la tierra. El maíz creció alto y fuerte, las mazorcas brillaban como soles diminutos, y el Alux vigilaba con más celo que nunca. Pero el fin se acercaba. Una mañana, el sonido de las hoces rasgó el aire, y los campesinos avanzaron como una marea implacable. El duende no huyó; se quedó entre los tallos, viendo cómo sus hermanos caían uno a uno, hasta que el último golpe lo alcanzó a él. Su cuerpo gris se desvaneció como polvo al viento, y su espíritu regresó a Centeotl, el dios del maíz, en un suspiro silencioso.
La llanura, antes engalanada con tonos esmeraldas y dorados, se transformó en un mosaico de castaños y terracotas. El calor volvió a reinar, la calima robó la humedad residual, y el terreno quedó baldío, a la espera de las próximas lluvias. Pero en ese silencio árido, algo permanecía: el deseo del Alux, un anhelo que ni el sol ni el tiempo podían borrar. Quería ser humano, conocer el amor, dejar una huella que no se desvaneciera con la cosecha. Y aunque su vida era un ciclo eterno de nacimiento y muerte, su corazón guardaba una chispa de rebeldía, una promesa callada.
El Regreso
Meses después, cuando las primeras gotas de la nueva temporada tocaron la tierra, una simiente despertó. El brote verde emergió, frágil pero tenaz, y con él volvió el Alux. Sin recuerdos, sin pasado, abrió los ojos a un mundo que no reconocía pero que sentía suyo. Sus orejas temblaron al viento, su piel gris brilló bajo la luz del amanecer, y un pensamiento cruzó su mente: “Esta vez será diferente.” No sabía cómo, ni por qué, pero algo en su interior lo impulsaba a buscar más, a reclamar lo que los humanos tenían y él no. Silbó, un sonido claro y desafiante, y comenzó su vigilia, soñando con un día en que su vida no terminara con el maizal, sino que floreciera más allá de él.
* Alux
De la Leyenda Maya: En la rica tradición maya, el alux (plural aluxo’ob) es un ser diminuto y escurridizo, un espíritu de la naturaleza que reside en selvas, cuevas y campos de cultivo de la península de Yucatán y áreas circundantes. Se les describe con apariencia humana pequeña y se cree que son guardianes ancestrales de la tierra, los animales y las cosechas. Aunque generalmente benévolos, los aluxo’ob pueden ser traviesos y juguetones, llegando incluso a causar pequeños percances si no se les trata con respeto. La tradición cuenta que se les puede hacer ofrendas para asegurar su favor y protección, manteniendo así una armoniosa relación con el mundo natural que representan.