El Secreto de Clementina: Un Viaje a lo Oculto en Salamina

Un viaje a Salamina para reencontrarse con un amigo se convierte en un encuentro sobrenatural con Clementina, una bruja que revela los misterios de la vida y la muerte, desafiando el escepticismo y dejando una huella imborrable.
Imagen creada con Adobe Photoshop Firefly

Este cuento fue elaborado con base en el texto Clementina: una bruja salamineña, escrito por el jurista y escritor salamineño Rodrigo Jiménez Mejía. Dicho texto hace parte del libro Tierrabuena, seguido de Evocaciones, editado en los talleres gráficos del Banco de la República en 1977, con motivo del sesquicentenario de la fundación de Salamina (1827–1977).

Hace algunos años, cuando los caminos de Caldas aún eran un tapiz de curvas y neblina, emprendí un viaje desde Manizales hacia Salamina, mi tierra natal, con el corazón lleno de nostalgia. Quería reencontrarme con Camilo Ángel Echeverri, mi amigo de infancia, aquel compañero de travesuras que siempre tenía una historia que contar y una chispa de aventura en los ojos. Lo que no imaginaba entonces era que ese viaje, planeado como un simple retorno a las raíces, se transformaría en una experiencia insólita que pondría a prueba mi escepticismo y me marcaría para siempre.

Llegué a Salamina un viernes por la mañana, cuando el sol bañaba la plaza principal con una luz dorada que hacía brillar las tejas coloniales. La ciudad, conocida como la “Ciudad Luz” por su legado cultural, bullía con el trajín cotidiano: vendedores de aguacates, ancianos conversando bajo los balcones, y el aroma inconfundible del café recién colado. Encontré a Camilo en el Café La Cigarra, sentado en una mesa de madera, con un tinto en la mano y esa sonrisa socarrona que nunca lo abandonaba.

—¡Hombre, por fin llegas! —dijo, dándome un abrazo que olía a campo y tabaco—. Pensé que te habías perdido en las oficinas de la ciudad.

Reímos, y durante un par de horas nos pusimos al día. Hablamos de los viejos tiempos, de los partidos de fútbol en la cancha del Manuel S. Gomez, de las novias que nunca fueron, y de cómo la vida nos había llevado por caminos distintos. Pero entonces, mientras el sol comenzaba a declinar, Camilo bajó la voz y sus ojos brillaron con un destello travieso.

—Esta tarde te voy a llevar a un lugar especial —dijo, removiendo el café con una cucharita—. Vamos a visitar a Clementina. Vas a conocer a una bruja de verdad.

Me eché a reír, convencido de que era una de sus bromas. Camilo siempre había sido un cuentero, un maestro en tejer historias que mezclaban realidad y fantasía. Pero su rostro permaneció serio, casi solemne.

—No me jodas, Camilo —repliqué, todavía sonriendo.

—No, en serio. Esa mujer es otra cosa. Vive entre Salamina y Pácora, cerca de La Candelaria. Tienes que verla con tus propios ojos.

Mis reservas eran evidentes. Como periodista acostumbrado a desentrañar hechos, mi mundo estaba hecho de datos, pruebas, lógica. Las brujas, los hechizos, los espíritus, todo eso pertenecía al reino de las leyendas, al folclore que los abuelos contaban junto al fogón. Pero la insistencia de Camilo, y tal vez el encanto perezoso de esa tarde salamineña, me convencieron. Acepté, aunque con una ceja levantada y una risa contenida.

El día se deslizó hacia la tarde, y con él llegó una brisa fresca que traía el aroma de los cafetales. Camilo y yo montamos su vieja motocicleta, una Yamaha destartalada que rugía como un animal herido, y nos adentramos por un camino rural que serpenteaba entre colinas verdes y quebradas ocultas. El paisaje era un lienzo vivo: guaduales que susurraban al viento, fincas de adobe con techos de zinc, y el murmullo lejano de la quebrada de el Palo y del rio San Lorenzo. La neblina comenzaba a descender, envolviendo los cerros en un manto gris que parecía sacado de un sueño.

Tras una hora de viaje, llegamos a la quebrada de la Frisolera, un riachuelo cristalino que cortaba el camino como una cinta plateada. Camilo detuvo la moto y señaló un sendero apenas visible, cubierto de maleza y flanqueado por árboles de guayacán.

—Es por ahí —dijo, apagando el motor—. Veinte pasos más allá, y llegamos.

Bajamos y comenzamos a caminar. El sendero era estrecho, resbaladizo por la humedad, y las ramas bajas nos obligaban a agacharnos. El silencio del campo solo era roto por el canto de algún pájaro solitario y el crujir de nuestras botas sobre las hojas secas. Entonces, al doblar una curva, apareció el refugio de Clementina.

La casa era un espectáculo en sí misma, como si el tiempo y la naturaleza hubieran conspirado para construir un templo del misterio. Las paredes eran un mosaico de maderas viejas, láminas oxidadas y ramas enredadas que parecían moverse con el viento. El tejado, cubierto de musgo, dejaba caer gotas de agua que brillaban como perlas bajo la luz menguante. En el umbral, una gata negra dormía plácidamente, indiferente a nuestra llegada. Desde el interior emanaba un olor denso, una mezcla de hojas secas, incienso y algo más, algo antiguo, como si la tierra misma exhalara sus secretos.

Antes de que pudiéramos tocar la puerta, una figura apareció en el marco. Era Clementina, una mujer menuda, de piel curtida como el cuero de un tambor, con el cabello blanco recogido en un moño desordenado. Su sonrisa mellada revelaba dientes desiguales, pero sus ojos… sus ojos eran pozos profundos, oscuros como el río Cauca en las noches sin luna, y parecían perforarme el alma.

—Así que este es el incrédulo —dijo, mirándome de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y diversión.

No supe qué responder. Su voz tenía una cadencia extraña, como si cada palabra llevara el peso de siglos. Sin esperar más, nos hizo pasar con un gesto de la mano. El interior del refugio era un museo del enigma. Las paredes estaban cubiertas de estantes desvencijados, repletos de baúles antiguos, vasijas de barro con líquidos color esmeralda, y frascos llenos de hierbas que desprendían un aroma acre. En una esquina, un altar improvisado sostenía velas de sebo que chisporroteaban, sus llamas danzando como si tuvieran vida propia. Pero lo que más llamó mi atención fueron los retratos: decenas de fotografías en blanco y negro, clavadas a la pared con alfileres que atravesaban corazones y ojos.

—Ahí están los que me han querido mal —dijo Clementina, señalándolos con un dedo huesudo—. Los que traicionaron, los que mintieron, los que quisieron hacerme daño.

Me estremecí. Camilo, a mi lado, permanecía en silencio, con una mezcla de respeto y temor en el rostro. Clementina se sentó en una silla de mimbre que crujió bajo su peso y comenzó a hablar. Su voz era un canto, un relato que fluía como el agua de la quebrada, lleno de imágenes y emociones. Nos contó la historia de su marido, Orrego, un hombre bueno que había sido envenenado por una mujer celosa, una vecina de Pácora que no soportó verlo feliz con otra. El crimen, según ella, nunca fue resuelto por la justicia de los hombres, pero en su mundo —el mundo de los espíritus y las sombras— ya había sido castigado.

—Orrego todavía ronda por aquí —dijo, mirando hacia la ventana—. En las madrugadas, cuando la neblina es espesa, se le oye llorar. Pide justicia, pero también perdón.

No supe si creerle, pero su convicción era tan absoluta que por un momento imaginé a Orrego, un espectro de ojos tristes vagando entre los cafetales. Clementina continuó, mostrándonos sus herramientas de trabajo. Sacó tres escobas de un rincón, cada una distinta, cada una con un propósito. La primera, con cintas rojas y un símbolo en forma de estrella, era para “viajar por los sueños”. La segunda, atada con cintas blancas, servía para “limpiar malos augurios”. La tercera, la más gastada, con cintas negras y un grabado que parecía una calavera, era para “convocar a los muertos”.

—Esta no la uso mucho —dijo, acariciándola con cuidado—. Los muertos no siempre quieren hablar.

Camilo, que hasta entonces había estado callado, asintió con reverencia. Yo, en cambio, sentía una mezcla de fascinación y nerviosismo. Todo en ese lugar desafiaba mi lógica, pero había algo en Clementina, en su presencia, que me impedía descartarla como una charlatana.

Clementina vivía de los denarios que los campesinos le ofrecían. A cambio de unas monedas, curaba el empacho con masajes y hierbas, rompía hechizos que mantenían a las familias en desgracia, y atraía amores imposibles con pociones que olían a naranjo y clavo. Sus oraciones eran como cantos olvidados, recitadas con una cadencia que estremecía el alma. Cada palabra parecía tejer un hechizo, cada gesto invocaba algo invisible.

De pronto, con un brillo travieso en los ojos, sacó un frasco de lata y anunció:

—Esto es “el quereme”. Si quieres que alguien te ame, esto no falla.

Se inclinó hacia nosotros y recitó con una voz que era mitad canto, mitad conjuro:

—Raspao de uña de la gran bestia; raspao del colmillo del caimán y de la muela del morrocoy. Estos tres raspaos se arrejuntan con una covalonga criolla, bien curada, y se les añide por tres veces lo que se coja en el canto de una uña de raspao de jarrete. P`a perfumar este compuesto se le pone una flor de naranjo dulce. Esto se echa en una caja de lata y día a día se saca y se le pone a los alimentos o bebidas de la persona que uno quiere amañar.

Me reí, incapaz de contenerme. La receta era tan absurda, tan extravagante, que parecía sacada de un libro de cuentos. Pero Clementina no se inmutó. Con la misma seriedad, añadió:

—Y pa la guarda de las fuerzas de los recién casados, esto es lo mejor.

Sacó otro frasco, este lleno de un líquido oscuro que brillaba como petróleo. Su voz se volvió más grave:

—La cabeza y el corazón de la tórtola bujona, cogida a las cinco de la tarde; a esto se le agrega a las seis de la tarde un litro de sangre graudía que se obtiene del otro. A ésto se le añade la sangre del mico marimondo pa la agilidá; sangre del palomo de efecto y sangre de león pa’l aguante. Este compuesto es únicamente pa la luna de miel.

Camilo, que ahora parecía un devoto en una catedral, murmuró un “increíble” apenas audible. Yo, en cambio, sentía que estaba atrapado en un sueño febril, donde la realidad y la fantasía se fundían en una danza imposible.

Pasamos horas en aquel refugio fuera del tiempo. Clementina nos habló de sus años en La Candelaria, de cómo había aprendido los secretos de las hierbas de su abuela, una curandera que hablaba con los espíritus del río. Nos mostró un libro encuadernado en cuero, lleno de dibujos de plantas y símbolos que, según ella, contenían “el lenguaje de la tierra”. Cada página era un testimonio de su vida, un archivo de conocimientos que no se enseñaban en ninguna escuela.

Cuando la noche cayó, la neblina se espesó, envolviendo la casa como un encantamiento. Las velas seguían ardiendo, proyectando sombras que danzaban en las paredes. Clementina nos ofreció un té de hierbas que olía a menta y algo más, algo que no pude identificar. Bebí con cautela, temiendo que fuera otra de sus pociones, pero solo era té, amargo y reconfortante.

Antes de partir, Clementina me miró fijamente y dijo:

—Tú no crees, pero llevas una sombra contigo. Algo que no dices, algo que te pesa. Déjalo ir, o te seguirá siempre.

Sus palabras me golpearon como un relámpago. Había cosas en mi vida —un duelo no resuelto, una culpa que cargaba en silencio— que nunca había compartido con nadie, ni siquiera con Camilo. ¿Cómo lo sabía? Quise preguntarle, pero la vergüenza y el miedo me silenciaron. Solo asentí, y ella sonrió, como si entendiera.

Salimos del refugio cuando la luna ya reinaba en el cielo. El camino de vuelta fue silencioso, como si ambos temiéramos romper el hechizo de lo que acabábamos de vivir. La motocicleta rugía, pero mi mente estaba en otro lugar, atrapada en las palabras de Clementina, en sus ojos, en los retratos clavados con alfileres.

Días después, en una taberna de Salamina, Camilo me confesó algo que me heló la sangre. Había visitado a Clementina meses antes, y ella le había revelado un secreto que nadie más podía saber: su padre, un hombre respetado en la comunidad, tenía otra familia en Nariño, un hijo al que nunca reconoció. Camilo investigó y descubrió que era cierto. “Nadie más lo sabía,” dijo, con la voz temblorosa. “Ni mi madre, ni mis hermanos. Solo ella.”

Esa revelación me hizo cuestionar todo. ¿Era Clementina una farsante con un talento extraordinario para leer a las personas? ¿O realmente tenía un don, una conexión con lo invisible? No tenía respuestas, pero algo en mí había cambiado. El mundo ya no parecía tan sólido, tan predecible.

Años más tarde, regresé a Salamina con la intención de encontrar a Clementina. Quería hacerle preguntas, entender quién era, cómo sabía lo que sabía. Pero cuando llegué al sendero de La Candelaria, el refugio había desaparecido. La maleza había reclamado el terreno, y solo quedaban fragmentos de madera y metal enterrados en la tierra. Pregunté a los campesinos de la zona, y las respuestas fueron contradictorias. Algunos decían que Clementina había muerto en una noche de tormenta, otros que se había ido en una de sus escobas, volando hacia las montañas donde nadie podía seguirla. Un anciano, con una sonrisa enigmática, me dijo: “Ella no se fue. Está en el viento, en los cafetales, en los sueños de los que la conocieron.”

Lo único que quedaba era el eco de sus oraciones, un murmullo que parecía flotar entre los árboles. Desde entonces, cuando alguien menciona a las brujas, yo callo, sonrío y pienso en Clementina. Ella me enseñó que hay verdades que no se ven con los ojos, que el mundo está lleno de secretos que solo los valientes se atreven a escuchar.

Hoy, cuando camino por las calles de Salamina, miro los cerros y siento que Clementina sigue ahí, en alguna parte. En las noches de lluvia, cuando el viento sopla desde La Candelaria, juro que escucho su voz, recitando una fórmula olvidada, mientras los baúles de mi memoria crujen en la oscuridad. No sé si era una bruja, una curandera, o simplemente una mujer que entendía el alma humana mejor que nadie. Pero sé que su presencia me cambió, me hizo mirar el mundo con otros ojos, con un respeto nuevo por lo invisible.

Camilo, que ahora vive en Medellín, todavía habla de ella con reverencia. “Clementina no era de este mundo,” me dijo la última vez que nos vimos. Y aunque sigo siendo un hombre de hechos y pruebas, una parte de mí quiere creerle. Porque en el fondo, en algún rincón de mi alma, sé que Clementina no se fue. Está ahí, en los senderos de Caldas, en los susurros del río, en los sueños que no me atrevo a contar.

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