La Leyenda de María «La Parda»: Entre la Ambición y la Redención

Crónicas del Imaginario abre sus páginas con una historia que se desliza entre la niebla de la memoria y la bruma real de las montañas: La leyenda de María “La Parda”. Esta narración nos transporta a las empinadas calles de un pueblo de Caldas, donde lo fantástico se mezcla con lo cotidiano y los ecos de antiguas voces aún resuenan entre los cafetales y las piedras coloniales. Es un relato que evoca el miedo, la intriga y el asombro que produce lo desconocido, contado al calor del fogón, entre sorbos de aguapanela y ojos abiertos hasta el amanecer.

El Tesoro de María “La Parda”

Versión enriquecida basada en la leyenda de Antonio Mejía Gutiérrez

En las cumbres andinas de Colombia, donde las nubes se enredan en los picos como serpientes de algodón y el aire huele a tierra mojada y hojas de guayacán, existía un pueblo olvidado por el tiempo: La Merced. Allí, entre bosques que trepaban las laderas como escaleras hacia el cielo, vivía María de los Ángeles Contreras, conocida como “La Parda”. Su piel, del color del café recién tostado, brillaba bajo el sol con un fulgor que hipnotizaba, y sus ojos, dos pozos de ébano, guardaban una chispa de inquietud que desafiaba el destino impuesto por su cuna humilde.

María creció escuchando los relatos de su madre, Doña Jacinta, una mujer curtida por los años, cuyas manos sanaban con hierbas pero cuyas palabras cargaban el peso de secretos ancestrales. En las noches de luna llena, mientras preparaba infusiones de ruda y altamisa, Doña Jacinta advertía: “Las sombras no perdonan, hija. El Diablo no viene con cuernos, sino con promesas”. Pero María, con el ímpetu de sus quince años, anhelaba más que el susurro de los arrieros y el olor a panela derretida. Soñaba con vestidos de seda traídos de Bogotá, con joyas que centellearan más que las luciérnagas en un cafetal, y con un poder que la elevara por encima del polvo y la resignación.

El destino le tendió una mano cuando Juan Bermúdez, un hacendado de Salamina de carácter hosco y mirada de halcón, llegó al pueblo persiguiendo un toro escapado de sus tierras. Al ver a María cargando un canasto de granos de café, su corazón, endurecido por décadas de soledad, se quebró como cáscara de huevo. Juan, viudo y sin hijos, le ofreció no solo matrimonio, sino una vida entre algodones. “Serás la reina de estas montañas”, le prometió, señalando las laderas que ya poseía.

Juntos, convirtieron la hacienda El Refugio del Cóndor en un imperio. Los cafetales se extendieron como manchas de aceite, las minas de oro en Marmato regurgitaron riquezas, y los peones—hombres de espaldas dobladas y sueños truncados—se multiplicaron. Pero María, aunque disfrutaba de banquetes bajo candelabros de plata, sentía un vacío que ni el vino ni las joyas lograban llenar. Las miradas de las mujeres del pueblo, cargadas de envidia y miedo, la seguían como sombras. “Bruja”, murmuraban cuando pasaba. Y ella, en vez de ofenderse, sonreía.

Una tarde, mientras exploraba la biblioteca de la hacienda—un cuarto polvoriento lleno de mapas y tratados de minería—, María encontró tras un retrato de Juan un grimorio encuadernado en piel de animal desconocido. Sus páginas, escritas en latín y quechua, detallaban rituales olvidados: cómo invocar a los espíritus del viento, cómo pactar con entidades que concedían deseos a cambio de esencias humanas.

Doña Jacinta se lo había advertido: “Ese libro maldito se llevó a tu abuela”. Pero la tentación era más fuerte. Esa noche, mientras una tormenta desgarraba el cielo, María encendió velas de cera negra y dibujó un círculo con sal y ceniza en el suelo. Con voz temblorosa, recitó las palabras que brillaban en rojo sangre en el grimorio:

—“In nomine Dei nostri Satanas Luciferi excelsi. Veni, et concede quod peto”.

El aire se espesó, y entre los relámpagos surgió Él: un hombre alto, de traje oscuro y sombrero de ala ancha, con una sonrisa que heló la sangre en las venas de María.

—“María de las Brumas… ¿Qué ofrece tu alma a cambio de la eternidad?”— preguntó el Diablo, acariciando una moneda de oro que apareció en su mano.

Ella, con la voz firme de quien ya ha perdido el miedo, respondió:

—“Todo. Dame poder, belleza que no se marchite, y riquezas que nunca se agoten”.

El pacto se selló con un beso—un contacto gélido que dejó a María sin aliento—y con una gota de su sangre sobre el grimorio. A cambio, recibió un baúl de plata adornado con serpientes entrelazadas. Dentro, monedas de oro que se multiplicaban cada vez que lo abría.

El oro del baúl transformó la región. Caminos empedrados surcaron las montañas, palacetes neocoloniales reemplazaron las chozas de bahareque, y cien demonios disfrazados de peones trabajaban sin descanso en las minas. Juan, embriagado por el poder, también firmó su pacto: “Nuestra riqueza será eterna”, juró, ignorando el brillo rojizo en los ojos de los obreros.

Pero pronto, el precio se hizo evidente. Las cosechas de café se pudrían en las ramas, el río Arma arrastraba peces muertos con escamas doradas, y las noches se llenaron de susurros. Los niños del pueblo hablaban de “hombres sin rostro” que rondaban los establos, y los ancianos crucificaban espejos en las puertas para ahuyentar al mal.

María, atormentada por pesadillas, veía reflejos de llamas en los espejos y oía risas en los pasillos vacíos. Juan, por su parte, se volvió un espectro: su piel palideció, sus palabras se redujeron a gruñidos, y pasaba las noches contando monedas en una habitación sin ventanas.

Desesperada, María recorrió senderos olvidados. En Riosucio, una bruja de mercado le ofreció un amuleto de dientes de caimán, pero las visiones persistieron. En Manizales, un sacerdote jesuita intentó exorcizarla, pero huyó al ver el símbolo del Diablo grabado en su pecho. Finalmente, en el páramo de Hojas Anchas, un ermitaño de barba blanca y ojos claros como el agua le dio la clave:

—“El Demonio siempre cobra su deuda. Para romper el pacto, debes sacrificar lo que más amas… o arrastrarás a todos contigo al abismo”.

María entendió entonces: su amor por Juan era la única semilla pura en su corazón corrompido. Esa misma noche, bajo una luna que sangraba color carmesí, lo llevó al Pico del Diablo, un risco donde las almas perdidas gemían entre las rocas. Con el baúl en mano, gritó al vacío:

—“¡Toma tu oro maldito, pero déjalo a él!”

El Diablo emergió en un torbellino de hollín, rugiendo:

—“¡Traidora! ¡Nadie burla mi precio!”

En un acto de puro instinto, María empujó el baúl al abismo. Las monedas estallaron en chispas, los demonios se desvanecieron en ceniza, y Juan, liberado del hechizo, la abrazó mientras la tierra temblaba.

Al día siguiente, el sol iluminó un valle transformado. Las minas se habían derrumbado, los palacios eran escombros, pero el aire olía a esperanza. María y Juan, vestidos con harapos, reconstruyeron su vida sembrando yucas y plátanos. Los vecinos, al ver su humildad, les ofrecieron semillas y perdón.

Años después, en una choza junto al río Chambery, María tejía mochilas arhuacas mientras Juan tallaba juguetes de madera para los niños del pueblo. La leyenda de “La Parda” se convirtió en un cuento de advertencia y perdón, narrado al calor de la leña.

Reflexión

La historia de María no es solo un relato de ambición, sino un espejo de la humanidad. El oro del Diablo simboliza la codicia que corroe comunidades y ecosistemas, mientras que el sacrificio final habla de la resiliencia del amor verdadero. En un mundo seducido por el consumo rápido, María nos enseña que la riqueza auténtica yace en los lazos que tejemos y en la tierra que cuidamos.

Y así, entre los cafetales que aún susurran su nombre, su espíritu vaga como recordatorio: el infierno no está en el más allá, sino en las cadenas que forjamos con nuestras propias manos.

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