
En el confín del mundo, donde la tierra se desgarra en cañadones y el cielo se despliega como un manto de seda azul, Neuquén respira. Aquí, el viento no sopla: habla. Susurra secretos ancestrales entre los pehuenes, árboles milenarios que alzan sus brazos hacia un sol pálido, y arrastra consigo memorias de tribus nómadas, de huellas mapuches borradas por el tiempo. La Patagonia no es un lugar; es un estado del alma.
El viento patagónico no conoce la modestia. Es un artista salvaje que talla cerros, pule rocas y esculpe dunas con la furia de un dios antiguo. En Neuquén, sus manos invisibles acarician las laderas del volcán Lanín, cuya cumbre nevada brilla como un faro entre nubes rasgadas. Desde la cordillera hasta la estepa, el aire se enreda en los cañadones del río Limay, cuyas aguas turquesas reflejan el vuelo de los cóndores. Aquí, el mundo parece recién nacido: crudo, puro, indomable.
En las noches, cuando la luna se posa sobre el lago Aluminé, el viento se transforma en músico. Silba entre los juncos, frota las ramas de los sauces como si fueran cuerdas, y compone sinfonías para las estrellas fugaces. Los viajeros que duermen bajo su cielo juran escuchar voces: tal vez el eco de los tehuelches, tal vez el lamento de la tierra por los amores perdidos.
Cuentan que el viento Zonda, cálido y obstinado, se enamoró de la Patagonia fría. En su desesperación, recorrió valles y mesetas buscando abrazarla, pero ella, hecha de hielo y orgullo, lo rechazó. Desde entonces, el Zonda arrasa en primavera, secando lagos y agitando los bosques de coihues, como un amante que insiste en tallar su nombre en la piel de la amada.
En Neuquén, el amor y el viento son cómplices. Las parejas se besan en las calles de San Martín de los Andes, mientras la brisa les roba susurros y los deposita en las cumbres del Chapelco. En las estancias, gauchos solitarios confían al aire canciones de añoranza, que viajan kilómetros hasta oídos lejanos. Hasta las casas, construidas con techos bajos y ventanas pequeñas, se inclinan ante las ráfagas, como si agradecieran su ferocidad.
La mitología mapuche habla de Pillán, espíritu del trueno, y de Ngenechén, dueño de los vientos. En Neuquén, los pobladores aún creen que las ráfagas nocturnas son almas de antiguos guerreros que galopan en busca de paz. En Ruca Choroi, un pueblo rodeado de araucarias, las abuelas narran cómo el viento llevó el alma de una joven al cerro Paimún, donde se convirtió en flor de amancay, fragante y dorada.
El viento también es un narrador. En las bardas de la ciudad de Neuquén, cuenta historias de pioneros que llegaron con sueños y carretas, de obreros que extrajeron petróleo de la tierra agrietada, de poetas que escribieron versos en papeles arrebatados por las ráfagas.
En la Patagonia, todo danza. El río Neuquén serpentea entre barrancos rojos, desafiando la gravedad. En el Parque Nacional Los Arrayanes, los árboles de canela brillante se retuercen como bailarines. Y en la Cuesta de los Terneros, las nubes corren veloces, perseguidas por el viento que las deshilacha.
Hacia el este, en la estepa, la soledad se hace tangible. El viento levanta remolinos de polvo que giran como derviches, mientras guanacos observan inmóviles, sus ojos dorados reflejando la inmensidad. En invierno, cuando la nieve cubre el desierto, el aire se llena de cristales que brillan como diamantes rotos.
Neuquén no es para los tibios. Aquí, el viento exige coraje: arranca techos, desvía ríos y borra caminos. Pero también regala dones: limpia el alma, despierta la nostalgia y enseña que la belleza reside en lo efímero. En las termas de Copahue, donde el vapor se mezcla con el aire helado, los visitantes se sumergen en aguas cálidas, dejando que el viento les acaricie el rostro mientras sus cuerpos se funden con la tierra.
En las noches de verano, cuando el viento amaina, el cielo estalla en una constelación de estrellas. Entonces, bajo la Cruz del Sur, uno comprende que Neuquén no es solo tierra: es un suspiro del planeta, un lugar donde el tiempo se detiene para escuchar el latido del mundo.
La Patagonia no se domina; se habita con humildad. Neuquén, entre sus ríos y montañas, guarda la esencia de lo salvaje. Aquí, el viento no es un enemigo, sino un aliado que recuerda a los humanos su pequeñez y su grandeza. Y en cada ráfaga, late una promesa: mientras el mundo gire, esta tierra seguirá danzando, libre y eterna, bajo el cielo infinito.