
El sistema de salud colombiano, históricamente frágil pero funcional, ha entrado en una etapa crítica bajo el gobierno de Gustavo Petro. Lo que comenzó como una promesa de transformación estructural se ha convertido en una serie de intervenciones abruptas, discursos polarizantes y decisiones que han generado más incertidumbre que soluciones. Hoy, millones de colombianos enfrentan demoras, desinformación y una atención cada vez más precaria, mientras el gobierno insiste en imponer un modelo que no ha sido debatido ni aprobado por el Congreso.
La intervención de EPS como Sanitas, Sura y Nueva EPS ha sido presentada por el Ejecutivo como una medida para “salvar la salud de la gente”. Sin embargo, los hechos muestran otra realidad: pasivos multimillonarios, facturas ocultas, redes de atención colapsadas y una creciente desconfianza entre usuarios y profesionales de la salud. La Nueva EPS, por ejemplo, acumula deudas superiores a los 3 billones de pesos, afectando directamente a clínicas, hospitales y proveedores que dependen de estos pagos para operar.
Más allá de las cifras, el impacto humano es devastador. Pacientes con enfermedades crónicas han visto interrumpidos sus tratamientos, madres gestantes enfrentan trámites engorrosos para recibir atención, y el personal médico trabaja en condiciones cada vez más inciertas. La salud, que debería ser un derecho garantizado, se ha convertido en una carrera de obstáculos.
El modelo preventivo y territorial que Petro busca imponer por decreto plantea una reorganización radical del sistema, centrado en centros de atención primaria y brigadas comunitarias. Aunque la prevención es un pilar fundamental en cualquier sistema de salud moderno, la forma en que se ha planteado esta transición —sin estudios técnicos, sin consenso legislativo y sin garantías presupuestales— ha generado rechazo en amplios sectores. Las asociaciones médicas, los gremios hospitalarios y múltiples voces ciudadanas han advertido que este modelo, tal como está diseñado, no responde a las necesidades reales del país.
Además, el discurso oficial ha sido marcado por una retórica confrontativa que descalifica a quienes cuestionan las decisiones del gobierno. Petro ha acusado a las EPS de ser “mafias” y ha sugerido que quienes defienden el sistema actual lo hacen por intereses económicos. Esta narrativa, lejos de construir puentes, ha profundizado la polarización y ha debilitado la posibilidad de un diálogo constructivo.
En este contexto, el Congreso ha sido testigo de una reforma que no logra avanzar. El proyecto presentado por el gobierno ha sido objeto de múltiples críticas, y su aprobación parece cada vez más lejana. Mientras tanto, el Ejecutivo ha optado por avanzar mediante decretos y resoluciones, generando un vacío legal y administrativo que pone en riesgo la estabilidad del sistema.
La ciudadanía, por su parte, ha comenzado a movilizarse. Marchas, plantones y campañas digitales han surgido en defensa de una salud digna, plural y participativa. El clamor no es por mantener el statu quo, sino por construir una reforma seria, transparente y con participación de todos los actores: pacientes, médicos, académicos, gestores y comunidades.
Porque la salud no puede ser rehén de ideologías ni de cálculos políticos. Requiere planificación, diálogo y respeto por la vida. Cada decisión que se toma desde el poder tiene consecuencias reales en la vida de millones de colombianos. Y detrás de cada cifra hay un rostro, una historia, una urgencia que no puede esperar.
Es momento de que el país exija una reforma que no destruya lo que funciona, sino que fortalezca lo que falta. Una reforma que garantice acceso, calidad y sostenibilidad. Una reforma que no se imponga desde el Palacio de Nariño, sino que se construya desde los territorios, con la voz de quienes viven y trabajan en el sistema todos los días.
La salud está en cuidados intensivos. Y si no actuamos con responsabilidad, podría entrar en estado terminal.