
Creo que estamos normalizando algo que, si no lo frenamos durante este año preelectoral, el próximo ciclo político en Colombia será aún más difícil de contener. Me refiero al caudillismo. Este fenómeno político, que ha tenido expresiones históricas en muchas partes del mundo, hoy se manifiesta con fuerza renovada en líderes de diversas corrientes ideológicas. Son figuras políticas que, al colocarse por encima de las instituciones democráticas, tienden a confundir su popularidad con legitimidad, y su carisma con capacidad de gobierno.
El caudillismo valida sus posturas a través de los aplausos de ciertos sectores sociales que se sienten representados emocionalmente, pero no críticamente. Esos apoyos, muchas veces construidos sobre la base de discursos polarizantes, oportunistas y simplistas, tienen un gran poder de seducción. Se presentan como grandes verdades, como respuestas inmediatas y contundentes a los problemas profundos del país. Sin embargo, están alejados de la complejidad real de una nación como Colombia, que requiere soluciones estructurales, consensuadas y sostenibles.
Los caudillos tienden a asumir posturas de redentorismo político. Ofrecen una especie de salvación nacional basada en su voluntad, en su juicio personal, en su relato unipersonal de lo que es el país y hacia dónde debe ir. Este tipo de discurso emocionalmente resonante suele enganchar a sectores de la población que se sienten abandonados por las instituciones tradicionales. Y es lógico sentir frustración cuando las instituciones no cumplen sus funciones, pero el riesgo de apostar por el liderazgo unipersonal es que debilita aún más el tejido democrático.
Basta con mirar hacia otros países de la región donde el caudillismo ha prosperado: procesos autoritarios que comenzaron con una fuerte conexión emocional con las masas y terminaron debilitando las instituciones, erosionando las libertades civiles, y alejando a la ciudadanía de la política. Ese desinterés ciudadano es uno de los peores síntomas: la pérdida del vínculo entre el pueblo y el proceso democrático abre la puerta al autoritarismo. Y lo más grave: muchas veces ese desinterés deriva en apatía, en indiferencia, en resignación. Eso sí que es fatal para una democracia joven como la nuestra.
En este contexto, la protección de las instituciones no es una recomendación: es una urgencia democrática. Nos gusten o no, confiemos plenamente o con reservas, las instituciones son el único escudo que tiene el ciudadano común frente al poder concentrado. Son los mecanismos que nos permiten exigir rendición de cuentas, participar, intervenir, y defender nuestros derechos cuando el caudillismo amenaza con avanzar.
Todavía estamos a tiempo de frenar este fenómeno en Colombia. El momento político exige una visión crítica desde tres aristas fundamentales: la emocional, la estratégica y la pragmática. No basta con dejarnos llevar por la emoción o por lo utópico. Creer que siempre se puede hacer lo correcto es necesario, pero también es imprescindible comprender que lo correcto exige esfuerzo, planificación, visión de largo plazo, y compromiso institucional.
Desde lo estratégico, hay que entender que los intereses de un país no se resuelven con improvisaciones ni con promesas vacías. Se requiere una verdadera planeación nacional. Como ciudadanos, debemos aprender a elegir con conciencia, a exigir con conocimiento, a evaluar con responsabilidad. Nuestra participación no debe limitarse a depositar un voto: debe extenderse al seguimiento, al análisis, al cuestionamiento de políticas públicas. La política no está lejos de nosotros; somos parte de ella y debemos actuar en consecuencia.
Desde lo pragmático, no podemos seguir aceptando propuestas sin fundamentos reales. Es hora de dejar de caer en la trampa de los discursos seductores pero vacíos. Incluso las propuestas ciudadanas que surgen desde la colectividad pueden y deben materializarse. La ciudadanía organizada tiene poder transformador, y es momento de ejercerlo. Proyectos comunitarios, mesas de trabajo, presupuestos participativos, observatorios ciudadanos: hay herramientas concretas que permiten que la sociedad civil sea protagonista, pero hay que activarlas, fortalecerlas y protegerlas de los liderazgos que sólo buscan controlar para perpetuarse.
Jorge Bergoglio mencionó en una entrevista que la humanidad debería avanzar hacia el concepto de humildad: no una humildad pasiva, sino aquella que nos conecta con algo que, aunque pequeño o grande, es compartido. En otras palabras, una humildad colectiva. Pero hemos perdido esa capacidad de pensar en comunidad. El individualismo ha permeado tanto la política que hoy vemos líderes que se presentan como salvadores únicos, sin equipo, sin visión institucional. Y eso no solo es dañino: es peligroso.
Imaginemos por un momento que el país es como nuestra casa. La región, la ciudad, el municipio en el que vivimos son como habitaciones que requieren cuidado, vigilancia, decisión colectiva. ¿Le confiarías el destino de tu casa a alguien que, aunque te cae bien, no tiene ni idea de cómo protegerla, de cómo mejorarla, de cómo transformarla en un espacio digno y sostenible? Seguramente no. Entonces, ¿por qué hacerlo en política?
Somos responsables de impedir que discursos caudillistas se enraícen en la ciudadanía. Somos quienes debemos poner un límite claro, alzar la voz, generar conciencia. Ya no basta con estar atentos: hay que estar activos. Hay que pasar de la observación pasiva a la intervención cívica. Hay que recuperar la política como un ejercicio colectivo, no como un espectáculo de figuras heroicas.
Leí esta semana a un columnista del periódico El Tiempo que decía que, durante estos meses, la responsabilidad de los candidatos —de cualquier corriente ideológica— es presentar propuestas que sean válidas para Colombia. Válidas quiere decir viables, técnicas, aplicables, no meros eslóganes vacíos ni discusiones estériles. Este es el momento de exigir propuestas que resuelvan problemas concretos: desigualdad, inseguridad, educación, acceso a salud, conectividad, transición energética, empleo rural, derechos de comunidades étnicas, protección de líderes sociales, cuidado ambiental. Si el debate político no gira en torno a estos temas, entonces estamos desviando la atención de lo realmente importante.
Asimismo, los medios de comunicación y periodistas tienen el deber de difundir esas propuestas reales, no de alimentar la polémica fácil. Su labor debe ser facilitar la comprensión ciudadana, provocar el análisis, e incentivar la participación informada. Porque solo una ciudadanía informada y empoderada puede evitar caer en el encantamiento de los caudillos. La desinformación alimenta el caudillismo, y el caudillismo destruye los contrapesos que protegen la democracia.
Por eso, hago un llamado: que cada ciudadano se haga responsable políticamente. Que el interés por la política crezca. Que se entienda que la democracia necesita participación continua y crítica. Que entendamos que la política no es solo para los políticos. Es para todos. Es un espacio público que nos pertenece y nos interpela. Y si dejamos que todo avance sin control, muchos terminarán desilusionados. Y lo que Colombia necesita ahora no es resignación, sino confianza activa. Necesitamos creer. Pero sobre todo, necesitamos actuar. Actuar con conciencia, con estrategia, con humildad y con coraje.