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El Rincon de Timoteo: «Cuando la Maltina era reina y el Merthiolate mandaba»

Un viaje sabrosón por los recuerdos más intensos de la infancia niguatera: bebidas que ya no existen, remedios de abuelita, olores inolvidables, moda matapasiones y frases de antología. Una crónica pícara y nostálgica que revive lo que fuimos y ya no seremos.

¡Ajaaaaa, mi gente querida! Póngase cómodo, busque una sillita plástica, sírvase un tinto cerrero y prepárese para este viaje al pasado donde las cosas olían a menticol, sabían a maltina y dolían como una buena purga de Limolax. Porque si algo nos queda a los salamineños, aparte de la verriondez y el gen de la resistencia, es esa memoria sabrosita y punzante que sabe mezclar nostalgia con humor de esquina. Vamos a darle con todo, al mejor estilo del chismoso de Timoteo: con chispa callejera, con ironía picante y con ese tonito de quien sabe que la vida antes era más dura, pero tenía más sabor.

Resulta que hace unos días, un parcero mío, de esos que todavía se peinan con Glostora y juran que el Bay Rum cura el guayabo y las malas decisiones, andaba sudando como testigo falso por los lados de Toriles. El calor era brutal, el sol estaba echando candela como si estuviéramos fritando empanadas en el pavimento. Entonces, vencido por la sed, se metió a una tienda, al Gato Negro, donde aún tienen afiches descoloridos de Riko Malt y empaques de Bon Bon Bum que ya son reliquias. Se acercó y pidió con toda la fe del mundo: «Señora, ¿me da una Maltina bien fría?»

¡Santo Dios bendito! La tendera lo miró como si hubiera pedido un batido de marcianos. Le clavó una ceja levantada y le soltó un seco: «¿Una qué?». El man, medio confundido, hizo el esfuerzo de modernizarse y dijo: «Bueno, entonces una Lux Kola». Nada. Silencio sepulcral. Ya en modo desesperado tiró el último cartucho: «¿Y si tiene una Kol-Kana?». La doña, entre burlona y condescendiente, le dijo: «Mijo, eso ya no existe. ¿Usted qué, es de la generación de la Uva Canada Dry o qué?»

¡Zas! Directo al ego y sin anestesia. Al parcero le dio un vértigo nostálgico, ese mareo de saber que uno ya es viejo y que las cosas que uno amaba están más extintas que el VHS. Con el bochorno metido hasta el tuétano y la sed apretándole la garganta, se fue a la droguería de la esquina, buscando alivio. «¿Tiene Cafiaspirina, Conmel, Mejoral, Veramon?» Nada. La farmaceuta joven lo miraba como si estuviera hablando en arameo. «¿Y Anacín? ¿Calmadoral? ¿Procasenol?» Cero. Le dijeron que lo más parecido era una pastilla efervescente con sabor a limón.

Y ahí fue donde le cayó la realidad encima: Salamina ya no es la misma. Ya no se cura con jarabes del abuelo, ni se refresca con bebidas que hoy suenan a cuento de hadas. Recordó de inmediato cuando era niño y le daban cucharadas de San Ambrosio o Pectoral San Blas, que le quemaban el esófago pero le abrían los pulmones como si tuviera bronquios nuevos. O esas malditas cucharadas de aceite de tiburón en ayunas, que sabían a resaca y castigo divino, pero decían que hacían maravillas con los pulmones.

En su casa, todo empezaba con una purga: Limolax, Vermífugo Nacional, o el temido Aceite de Ricino. Lo dejaban a uno limpio por dentro, con el estómago más vacío que promesa de político. Y el papá era el primero en decir: «¡Muchachos, eso cura hasta el mal de ojo!»

Su padre, por cierto, era un creyente acérrimo de la Emulsión de Scott, esa que venía con la etiqueta del pescador escocés cargando el bacalao. «Si Charles Atlas pudo, ¿por qué yo no?», decía. Lo que no sabía es que Charles Atlas hacía pesas, no se tragaba esa mermelada de hígado de pescado todos los días. En la casa, todos los hermanos se la tomaban con la nariz tapada, como un ritual de tortura con esperanzas.

Y ahí le dio por pensar en todos esos remedios que eran parte del botiquín básico del colombiano promedio: el Sulfatiazol, que uno se lo echaba hasta pa’ los males del alma; el Baltisicol compuesto, que era como una bomba farmacéutica; el Mentolín, que lo dejaba hablando en estéreo; el Yodosalil, que ardía como el infierno pero servía pa’ todo; el Merthiolate, ese demonio rojo que dolía más que el raspón; el Penetro, Mentholatum, el Cheracol pa’ la tos, y la inconfundible Visina, que dejaba los ojos como de muñeco nuevo.

No faltaba en casa el Ungüento Indio, el Iodex, la sal de Epson, el jabón de romero y quina, la chancarina, el cofio (que sabías que era sabroso pero no sabías de qué diablos estaba hecho), y por supuesto, la chancaca, que le daba energía a uno pa’ correr detrás de los buses o detrás de la esperanza.

Y mientras recordaba eso, también le pegó la nostalgia alimenticia. Aquella época donde los niños no crecían con proteínas importadas ni suplementos milagrosos, sino con Farina. “Si su niño no camina, caminará con Farina”, decía la propaganda, y uno se lo creía a muerte. Después vino la Colombiarina y luego la legendaria Bienestarina, que se preparaba en todas las casas como si fuera el manjar de los dioses. Y claro, nadie se salvó de la leche en polvo de la Alianza para el Progreso, esa que decían que tenía un olor como a bodega pero que ayudó a alimentar a medio país.

Y no me venga con que no recuerda en San Félix nuestras madres se levantaban a ordeñar las vacas y servirnos esas suculentas postreras, cuando eso las únicas botellas con leche eran donde las medio llenaban para hacer Kumis en la tienda. Y qué decir del pobre Pipelón, el niño flaco y barrigón que protagonizaba los comerciales del jarabe. ¿Dónde está ese niño hoy? ¿Será que logró crecer o se quedó atrapado en los 80s?

Y es que la estética también tenía su encanto. ¿Quién no recuerda el fijador Lechuga? “Si su pelo se le arruga, plánchelo con Lechuga”. Y el Tricófero de Barry, que parecía perfume de brujo, o el infaltable Bay Rum de 7 monedas, que era como el Old Spice de los que tenían pensión. El Agua Florida de Murray & Lanman, que olía a misa, a velorio y a abuela tierna. Y claro, el Pino Silvestre, el Vetiver, el Old Spice de Shulton, que todavía hay señores que se lo untan creyendo que huelen a James Bond.

También pasaron a mejor vida cosas como el Kan-Kill, el Black Flag, el específico, el espiritismo de barrio, las enaguas, el colirio Eye-mo, las lavativas que eran tortura medieval y las ventosas que parecían método de brujería china. ¡Y ni se diga de las babuchas Croydon de doble piso, que hacían sudar hasta los pensamientos!

¿Y la moda? ¡Una película de terror! En el teatro del parque, El suspensorio, los calzoncillos Don Juan Punto Verde, que dejaban poco a la imaginación y mucho a la crítica, y el infame calzón matapasiones tipo Imperio, que más que ropa interior, era una señal de advertencia. Las medias Maratón, la ropa El Roble, las botas Cauchosol, los zapatos Grulla, el Cherrynol, las peinetas Vandux… ¡un museo completo de lo que no debe volver!

Y como si fuera poco, hasta los alimentos han cambiado de nombre: el pan de huevo ya es una leyenda urbana, las galletas costeñas ahora son “obleas”, y el hueco del pandebono sigue siendo un misterio nacional sin resolver. Pero al menos, aún sobreviven las cucas de la fonde la Quiebra, resistiendo como heroínas de masa dulce.

Y todo esto, mi gente, lo recordó el parcero después de meterse quince días seguidos de Vitacerebrina Finlay, un traguito de Tricortin fósforo y una copa de vino tinto Sansón pa’ encender el cerebro y la lengua. Porque recordar es vivir, pero hacerlo con sabor y sarcasmo, es mucho mejor.

Así que ya sabe: si usted pidió alguna vez una Maltina, si se tragó una cucharada de Emulsión de Scott con el ceño fruncido, si lo peinaban con Glostora y le untaban Iodex hasta por una picadura de zancudo, usted es del combo.

¡Bienvenido al club de los que todavía creemos que el Menticol cura todo y que el mundo era mejor cuando uno se limpiaba con agua y jabón de ruda!

¡Salud por el ayer, que aunque no vuelve, todavía arde como Merthiolate en rodilla raspada!

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