
El 20 de julio de 1979: la segunda independencia
Ese 20 de julio no fue un aniversario más. Mientras en la Plaza de Bolívar se izaban banderas y se repetían discursos de rutina, en otra parte del país —con voz firme y convicción moral— Luis Carlos Galán Sarmiento daba un paso que estremecería los cimientos del sistema político colombiano. Ese día, hace casi dos siglos consagrado como el inicio de nuestra independencia de España, fue también —en 1979— el inicio de otra liberación: la emancipación ética del pueblo frente a la política degradada, la ruptura de un hombre con las cadenas del clientelismo, el nacimiento de una esperanza distinta.
Galán eligió conscientemente ese día. No fue azar ni coincidencia. El 20 de julio, símbolo del grito popular de libertad, se convirtió en el acto fundacional del Nuevo Liberalismo, un movimiento que no nacía por cálculo electoral, sino como un gesto moral. Se trataba de recordar que la independencia no se hereda ni se conmemora: se ejerce cada vez que un ciudadano decide no someterse al poder corrupto, ni al miedo, ni a la indiferencia.
Ese día, Galán no rompía solo con un partido: rompía con una forma de hacer política que le daba la espalda al pueblo. Abandonó el Partido Liberal no por nostalgia, sino por coherencia. Porque el liberalismo al que él aspiraba no se medía en maquinarias ni caudillos, sino en principios, en responsabilidad, en lucha contra la desigualdad y la corrupción. Era un liberalismo que debía volver a ser revolucionario, civilista, profundo. Un liberalismo que debía recuperar el alma.
Por eso, el 20 de julio de 1979 fue una segunda independencia. Fue la independencia del ciudadano frente al politiquero, del ideal frente al cinismo, de la palabra frente al soborno, de la política como servicio frente a la política como negocio. Fue, en esencia, una refundación del sentido público. Así como en 1810 se proclamó la voluntad de no obedecer más a reyes lejanos, en 1979 se proclamó la voluntad de no obedecer más a políticos sin patria moral.
Ese día no se izó una nueva bandera, pero sí se alzó una voz. Una voz que dijo: “Colombia merece más”. Que pidió reformas sin odio, justicia sin venganza, instituciones sin corrupción. Una voz que habló de una Colombia posible donde el poder no se compra ni se hereda, sino que se gana con méritos, ideas y servicio.
Hoy, al mirar esa fecha, no solo recordamos el inicio de un movimiento. Recordamos el inicio de una rebelión ética. Porque Galán no nos invitó a repetir la historia, sino a corregirla. Nos enseñó que la verdadera independencia no consiste en haber roto cadenas hace 200 años, sino en no volver a forjarlas cada cuatro.
El 20 de julio de 1979 no es solo una fecha en el calendario patrio; es un llamado vivo a la conciencia, una campanada de alerta que nos recuerda que la libertad no está conquistada del todo mientras la corrupción, la indiferencia y la injusticia sigan reinando. Aquel día, alzamos una bandera distinta: la del valor cívico, la del pensamiento ético, la del coraje ciudadano frente al poder oscuro.
Hoy, esa misma llama vuelve a encenderse. Nos recuerda que aún podemos ser libres:
Libres de los que compran conciencias con billetes manchados.
Libres de los que negocian con la esperanza ajena como si fuera mercancía.
Libres de la corrupción institucionalizada que corroe la dignidad del Estado.
Y, sobre todo, libres para volver a creer, sin miedo ni resignación, que Colombia puede y debe ser un país decente, gobernado con principios, guiado por sueños y construido desde la base, con manos limpias y corazones despiertos.
Hoy, en las montañas de Salamina, renace “PAS”, una nueva semilla que brota bajo los mismos ideales del Nuevo Liberalismo. Un proyecto que no obedece a caudillos ni se rinde ante maquinarias; que camina al ritmo del pueblo y se nutre de intereses cívicos, comunitarios, profundamente liberales y profundamente humanos. “PAS” no es solo una sigla: es un paso decidido hacia una política que respira verdad, justicia y compromiso real con la gente.
Porque cada generación tiene su 20 de julio. Y este es el nuestro.
Había en Galán una voz que no sabía de silencios: una voz temperada por la justicia, pulida por el periodismo, vivificada por el ideal de una Colombia libre del narco, del clientelismo, del miedo. Nacido el 29 de septiembre de 1943 en Bucaramanga, se trasladó en su infancia a Bogotá y cultivó pronto una pasión por la palabra y una convicción temprana de que la dignidad humana exige participación, coraje y responsabilidad. En la Javeriana estudió Derecho y Economía, complementado luego con estudios en Columbia, gestando así en su alma una fe cívica que trasciende las trincheras partidistas.
Desde muy joven escribió, militó, cuestionó. Fue periodista en El Tiempo, donde sus editoriales brillaban por su claridad, rigor y vehemencia moral. A los veintisiete años, se convirtió en ministro de Educación bajo el gobierno de Pastrana, embistiendo con reformas audaces: cooperativas escolares, diploma para bachilleres adultos, impulso a la primera infancia, nos construyo nuestro inmortal Instituto Salamina. Pero esas ideas, esas reformas, toparon con los muros del conservadurismo político y la burocracia enquistada. Esa obstrucción fue para él una revelación: Colombia no necesitaba héroes aislados, sino una generación de ciudadanos lúcidos y líderes integrados.
Así nació su gran obra política: el Nuevo Liberalismo, fundado en julio de 1979 como escisión del Partido Liberal tradicional. En una carta al Registrador de la época, Galán reclamaba personería jurídica para un movimiento inspirado en la “democracia, igualdad, libertad y responsabilidad”. El Nuevo Liberalismo quiso refundar desde afuera, criticar el clientelismo, contar la ética como horizonte y no como anécdota. En su proclama de principios denunciaba la “presidencia monárquica”, las maquinarias electorales y la falsificación de la voluntad popular.
Galán proclamaba que Colombia era un país de centro, que rechazaba los extremos y abrazaba el sentido común. En sus palabras: “La sociedad no acepta revoluciones aceleradas… el líder visionario debe avanzar paso a paso, en un paciente proceso de convencimiento”. No se consideraba mandatario mesiánico sino sembrador de ideas que florecieran más allá de él, esperando un liderazgo colectivo. Decía además que la sociedad era como un camión: necesitaba acelerador y freno. El Partido Liberal había dejado de ser motor y se convirtió en freno mano, y esa asimetría institucional lo estancó todo.
Político de palabra clara y mirada firme, se alzó como el más estridente denunciante del influjo del narcotráfico en la política. Expulsó a Pablo Escobar de su movimiento, lo humilló públicamente y defendió sin ambages el tratado de extradición con EE. UU., aun cuando eso lo vinculaba con fuerzas internacionales que muchos tildaban de neocoloniales. Fue así su convicción: la mafia no era solo delito, sino amenaza existencial a la democracia.
El Nuevo Liberalismo se convirtió en la voz solitaria y coherente que confrontó gobiernos tradicionales: los de Turbay, Betancur, Barco. Gobernó desde la oposición con Rodrigo Lara Bonilla al Ministerio de Justicia; ellos dos padecieron la violencia política, y ambos cayeron asesinados por la mafia estatalizada. Los liderazgos del movimiento fueron acosados, amenazados, aniquilados. Pero Galán persistió. No hubo silencio donde debía haber palabra, y esa palabra lo elevó a la cúspide del sentimiento nacional: lideraba todas las encuestas con un 60 % de apoyo para las presidenciales de 1990.
Su lucha no era retórica: era un credo fundamentado en la dignidad del campesino, del joven, del ciudadano común. En una ocasión, relató con humildad ardiente el encuentro con dos campesinos. “Uno me dijo: ‘¿Qué hacemos? Para las guerrillas somos sospechosos, y para el ejército somos colaboración. Nos maltratan todos’. El otro añadió, ‘Dr. Galán, antes que liberal, soy colombiano. Pero antes que colombiano, soy un ser humano’”. Esas palabras consolidaron en él algo más que una campaña: una epopeya moral por la defensa de la persona humana frente al Estado y al crimen.
Y esa voz fue silenciada el 18 de agosto de 1989, en Soacha, cuando subió al escenario a las 8:45 p.m., levantó sus manos para saludar y recibió cinco disparos, tres de ellos mortales. Murió poco después, en el Hospital Kennedy, arropado por los esfuerzos médicos. Ese mismo día también murieron el concejal Julio César Peñaloza y Santiago Cuervo, miembro de su escolta, víctimas del horror que lo alcanzó. El autor material fue Jaime Eduardo Rueda Rocha, bajo órdenes de Pablo Escobar, Gacha y Alberto Santofimio Botero, y se ha señalado incluso participación de miembros del DAS y del Cartel de Cali.
La reacción nacional fue un clamor. Al día siguiente se declaró Estado de Sitio, se promulgó un decreto que habilitó la extradición administrativa sin permiso de la Corte Suprema, y se creó un cuerpo élite de policía. Su funeral congregó a más de un millón de personas. El hijo mayor, Juan Manuel, entregó las banderas del partido al jefe de campaña César Gaviria, quien, moralmente y políticamente, asumió la herencia y ganó la presidencia en 1990.
En su asesinato, Colombia perdió más que un líder: perdió a un maestro político, a un educador que debatía con el intelecto y la palabra, a un sembrador del alma democrática. Fue el momento en que al país le explotó en las manos la magnitud de su tozuda esperanza.
La vida política de Galán fue un continuo desafío al miedo de los poderosos: desde denunciar la infiltración del narco, exigir transparencia institucional, combatir el clientelismo, promover reforma constitucional (que luego se convertiría en la Constitución de 1991), hasta proponer un modo de hacer la política donde la persona no sea masa sino sujeto pleno de dignidad. Creía firmemente que no bastaba un líder: la refundación se haría con un colectivo comprometido y una transformación institucional profunda.
A sus seguidores del Nuevo Liberalismo les dejó un legado evidente: la idea de que la democracia no es reparto de cargos sino restauración ética; que la desigualdad no se reduce con dádivas sino con oportunidades y educación; que la libertad no se negocia en salones sino se defiende en plazas; que la responsabilidad no es una carga, sino el gesto más democrático y profundo.
Por eso, al evocar sus palabras y su camino, se siente el estremecimiento de su pasión. Una pasión encendida por la claridad de sus principios y la certeza de su misión: transformar una nación gris, derrotada por el miedo, en una patria que respeta su ley, ama la justicia y ejerce la política como acto supremo de ciudadanía.
Hoy, su voz resuena en los hijos que recogieron su estandarte: Juan Manuel y Carlos Fernando Galán, quienes revivieron el Nuevo Liberalismo en 2021 y participaron en las elecciones con ese emblema moral que Luis Carlos edificó con palabra y esperanza. Mantener viva esa llama es una decisión ética: sostener que los principios liberalistas de igualdad, responsabilidad y libertad no fueron retórica, sino actos de voluntad frente al miedo, la corrupción y la violencia.
La poesía en el trayecto de Galán está en su coherencia, en su voz firme contra el terror de los narcos, en su apuesta por la reforma institucional con paciencia pedagógica, en su fe por una Colombia que exige participación consciente y dignidad política. Fue quien enseñó que el liberalismo no es clientelismo, que la política no es mercadería, que el poder no es mera posesión sino mandato ético.
Al recordar su asesinato el próximo 18 de agosto, no es solo el llanto por su vida sino el juramento colectivo de continuar su obra: la de una Colombia que no quiera candidatos, sino ciudadanos; que no quiera gobierno, sino proyecto colectivo; que no acepte silencios cómplices, sino vocerías valientes; que no admita mafias políticas como normales, sino las combate con leyes firmes y sociedad crítica.
El canto final del legado galanista no se escribe en urnas, sino en plazas, en escuelas, en palabras que despiertan. No en discursos huecos, sino en debates con alma. Y ahí, donde su voz empieza a resonar de nuevo, ahí se encuentra su victoria: en cada colombiano que decida votar con sentido, reclamar transparencia, defender la dignidad, honrar la democracia.
Ese es el sueño poético y político de Luis Carlos Galán: una Colombia donde el pueblo no tema votar, donde la igualdad no sea farándula ni dádiva, donde el voto no se compre, donde el poder no se imponga. Una patria liberal de carne y hueso, no de silencios monolíticos. Una patria donde el ideal no sea solo mito, sino acción compartida. Su lucha contra la corrupción y la desigualdad no fue episodio histórico: fue invitación a construir otra historia.
Y esa historia sigue abierta, vibrando en nuestras manos, en nuestras decisiones: votar, pensar y exigir. Para que nunca más un hombre digno suba a un estrado y muera en nombre de una esperanza robada. Para que nunca más los valentones del crimen político puedan callar una voz tan clara, tan profunda y tan urgente como la suya.