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Cuando el fuego baja de la montaña, arde la patria entera

En la última ciudad del mundo, los argentinos encienden antorchas sobre la nieve para recordar su independencia. Es un gesto ancestral, moderno y profundamente emotivo. Un ritual que nos invita, a todos los latinoamericanos, a sentir la patria como llama viva, como abrigo en el invierno, como corazón encendido en la tormenta.

En el confín del planeta, donde las montañas blancas custodian los vientos del sur y el océano besa la última línea del mapa, una ceremonia de fuego y nieve conmueve a una nación entera. Cada 9 de julio, mientras el frío muerde la Tierra del Fuego y las estrellas tiemblan sobre Ushuaia, los argentinos bajan del cerro con antorchas encendidas. No es un espectáculo. No es solo una fiesta. Es un acto de amor. Una plegaria encendida que atraviesa la historia y se convierte en legado.

En Cerro Castor, el centro de esquí más austral del mundo, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, bajan entre la noche y la escarcha portando llamas que parecen susurrar los nombres de aquellos que soñaron con un país libre. El fuego avanza en zigzag, dibujando una serpiente de luz sobre la nieve, como si las venas de la montaña se hubieran encendido. Y mientras la multitud abajo aplaude y se estremece, algo más grande que el frío los abraza: el orgullo de ser argentinos.

¿Pero por qué? ¿Por qué esa llama? ¿Por qué ese amor desbordado a una bandera, a una fecha, a un gesto? ¿Por qué la patria, para un argentino, no es solo un país sino una forma de vivir el mundo?

El argentino no ama su país por conveniencia. No lo idealiza como postal turística ni lo defiende por protocolo. Lo ama porque lo ha perdido mil veces, porque lo ha sentido en peligro, porque lo ha reconstruido a fuerza de memoria. Lo ama como se ama a una madre herida, como se defiende a un hermano cuando lo acusan, como se honra a un abuelo que nos enseñó con lágrimas a decir «libertad».

En cada marcha del 24 de marzo, en cada bandera colgada en la ventana un 20 de junio, en cada gol gritado como un poema del alma, el argentino reafirma que no hay distancia ni política ni decepción que lo separe de su tierra. Porque si algo caracteriza al pueblo argentino es su único y feroz sentido de pertenencia. Su país puede dolerle, puede desafiarlo, puede no cumplir sus promesas… pero jamás será ajeno.

Y es ahí, justamente ahí, donde este ritual de las antorchas cobra un poder simbólico inmenso. Porque es fácil amar lo obvio, lo cómodo, lo tropical. Pero amar la patria en la nieve, en la noche, en el frío del fin del mundo, es otra cosa. Es una declaración de fidelidad que no pide recompensa. Es un acto de belleza política y espiritual que no necesita explicación.

Cuando un argentino baja con una antorcha en la mano no está representando a un héroe antiguo. Está encarnando a su propio pueblo. A su historia compleja, rebelde, épica y herida. El fuego no es espectáculo: es mensaje.

Es el fuego que los criollos encendieron en el alma el 9 de julio de 1816, cuando en Tucumán dijeron al mundo: “Somos libres”. Es el fuego de los inmigrantes que llegaron con lo puesto y lo encendieron todo: las fábricas, los barrios, las universidades. Es el fuego que resistió dictaduras, crisis, pérdidas y traiciones. Es el fuego que alumbra cada 25 de mayo en las escuelas, en los actos, en las cocinas donde se cuece un locro con lágrimas de abuela.

Y ahora, en el sur del sur, se hace visible. Se desliza montaña abajo como una plegaria viva. Es el fuego de quienes saben que la patria no es una institución sino un recuerdo, un olor, una canción, una historia compartida. Un nosotros.

Un llamado a los colombianos: ¿y si encendemos nuestra montaña?

Queridos hermanos colombianos: ¿cuánto hace que no sentimos la patria como una antorcha en la mano?

No como un discurso oficial, ni como un color en el pasaporte. Sino como llama íntima, como gesto simple y profundo que nos recuerde quiénes somos. Colombia, como Argentina, conoce la lucha, la diversidad, la contradicción. Hemos llorado y resistido, hemos celebrado y caído. Y, como ellos, tenemos derecho al fuego.

Ver a los argentinos abrazarse en la nieve, cantar el himno con la garganta quebrada, besar una bandera helada con los ojos cerrados, conmueve. Porque no están actuando. Están diciendo: “A pesar de todo, todavía creemos”. Creemos en nuestra gente, en nuestra historia, en nuestros paisajes, en nuestros hijos, en el mañana.

¿Por qué no nosotros también?

¿Por qué no encontrar nuestros propios símbolos vivos, nuestras antorchas invisibles? Tal vez no bajaremos una montaña nevada, pero podemos encender velas en cada rincón de Colombia este 20 de julio. Podemos honrar a quienes soñaron un país libre y nos lo dejaron como herencia imperfecta. Podemos mirar a nuestros hijos a los ojos y decirles: “Esto que ves, esta tierra que pisas, este idioma que hablas, esta música que suena… todo esto es tuyo, defiéndelo con amor”.

En tiempos de globalización, de redes, de fronteras difusas, amar la patria puede parecer un anacronismo. Pero no lo es. Es más urgente que nunca. Porque sin pertenencia no hay identidad. Y sin identidad no hay futuro.

La patria no es negar al otro. Es abrazar lo que somos, con sus sombras y sus luces. Es reconocer la historia, incluso la incómoda, y decir: “Esta es mi casa, y yo la limpio, la cuido, la celebro y la transformo”. Es un fuego que no excluye, sino que calienta.

Los argentinos lo saben. Lo viven. Lo enseñan. Y cada 9 de julio, cuando el viento austral sopla y las antorchas bajan como estrellas errantes, nos están diciendo a todos: «Recuerden quiénes son. Enciendan su historia. Que nunca se apague la llama».

Hay quienes piensan que los símbolos ya no importan. Que basta con votar, con pagar impuestos, con no dañar al otro. Pero los símbolos —como esta bajada de antorchas— son lo que nos conecta con lo más hondo del alma colectiva.

Una antorcha en la nieve no cambia el mundo. Pero enciende el corazón de quienes la ven.

Así que si este año mirás hacia Ushuaia y ves la bajada, aunque sea en un video o una foto, detente. Cierra los ojos. Siente el frío. Imagina ese fuego temblando en las manos de alguien como tú, que decidió amar la patria con todo su ser. Luego abre los ojos y pregúntate: ¿qué puedo encender yo en mi tierra?

No hace falta montaña. No hace falta nieve. Hace falta memoria. Hace falta emoción. Hace falta querer pertenecer.

Un comentario

  1. Los argentinos siempre se han sentido orgullosos de su patria y amor por la camiseta. Deberíamos nosotros los Colombianos y tomar el ejemplo de ellos

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