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¿Porque Escribo: Una Reflexión desde el Librepensamiento?

Uno de mis amigos en Facebook me escribió un día con una pregunta directa: “¿Y tú por qué escribes?”. Su mensaje, breve pero cargado de curiosidad, me hizo reflexionar. Hoy quiero responderle, no solo a él, sino a todos los que alguna vez se han hecho la misma pregunta.

Escribo porque no hay cadenas que puedan atar el pensamiento cuando las palabras fluyen desde el alma. Como librepensador, no me doblego ante dogmas, autoridades impuestas ni verdades absolutas; escribo para explorar, para cuestionar, para existir en un mundo que a menudo exige conformidad. Este ensayo no busca justificar mi escritura ante los demás, sino desentrañar las razones que me impulsan a tomar la pluma —o el teclado— y dejar que las ideas se derramen sobre el papel. Escribir, para mí, es un acto de rebelión, un refugio, una búsqueda y, sobre todo, una afirmación de mi propia humanidad en un universo que no siempre tiene respuestas claras.

Desde la perspectiva del librepensamiento, escribir no es un deber ni una tarea asignada por fuerzas externas, sean estas divinas, sociales o culturales. Es una elección consciente, un ejercicio de autonomía que me permite navegar las aguas turbulentas de la existencia sin anclarme a las certezas que otros han construido. A lo largo de estas 1600 palabras, exploraré por qué escribo, cómo este acto me define y qué significa para un espíritu que rechaza las verdades impuestas y abraza la incertidumbre como motor de creación.

Escribo porque el mundo está lleno de voces que intentan silenciarme. Desde niño, he sentido el peso de las normas, las expectativas y los sistemas que dictan cómo debo pensar, sentir y actuar. La religión me ofrecía respuestas prefabricadas; la sociedad, roles predefinidos; la educación, a menudo, un molde para encajar en lugar de un espacio para crecer. Pero el librepensador que habita en mí se niega a aceptar esas cadenas. Escribir se convierte en mi grito silencioso, mi forma de decir “no” a lo que se me impone y “sí” a lo que yo decido descubrir por mí mismo.

Cuando escribo, desafío las narrativas oficiales. No me interesa repetir lo que otros han dicho ni perpetuar las ideas que han sido canonizadas por el tiempo o el poder. En cada palabra, hay un acto de insubordinación contra la autoridad del pensamiento único. Si alguien me dice que el universo tiene un propósito predefinido, escribo para imaginar un cosmos caótico y sin sentido, donde la belleza surge precisamente de su falta de dirección. Si me piden que acepte la moral de una época, plasmo en el papel dilemas que la cuestionan, personajes que la desobedecen, mundos que la ignoran. Escribir es mi manera de romper los barrotes invisibles que otros han forjado, no con violencia, sino con la sutileza de las ideas que se deslizan entre las grietas.

Esta rebelión no es gratuita ni destructiva por el placer de destruir. Es una rebelión constructiva, una forma de edificar mi propio entendimiento del mundo. Cada texto que escribo es un ladrillo en una estructura que no responde a planos ajenos, sino a mi propia visión, imperfecta y cambiante como soy. En un mundo que a menudo castiga el disenso, escribir me permite ser libre sin pedir permiso.

Escribo también porque necesito un lugar donde el caos del mundo no tenga poder sobre mí. La vida, con sus contradicciones, sus dolores y sus absurdos, puede ser abrumadora. Como librepensador, no busco consuelo en promesas de trascendencia ni en explicaciones que simplifiquen lo complejo. En cambio, encuentro refugio en la página en blanco, un espacio donde puedo ordenar mis pensamientos, darles forma y enfrentarlos sin miedo.

Cuando el ruido exterior —las noticias, las opiniones, las exigencias— amenaza con ahogarme, escribir es mi balsa en la tormenta. No hay dogma que me obligue a seguir una línea recta; puedo divagar, contradecirme, explorar caminos que no llevan a ninguna parte y aún así encontrar sentido en el viaje. En este santuario, las preguntas no necesitan respuestas inmediatas. ¿Por qué existe el sufrimiento? ¿Qué significa ser humano en un universo indiferente? Estas interrogantes, que podrían paralizar a otros, se convierten en combustible para mis palabras. No escribo para resolverlas, sino para convivir con ellas, para darles un espacio donde puedan respirar sin la presión de una conclusión forzada.

Este refugio no es un escape pasivo. No huyo del mundo al escribir; lo enfrento de una manera que me pertenece. Cada texto es un espejo donde miro mis dudas, mis miedos, mis alegrías, y las transformo en algo tangible. El acto de escribir me permite tomar el caos interno y externo y moldearlo, no para dominarlo, sino para entenderlo mejor. Es un santuario activo, un taller donde construyo y deconstruyo sin temor a equivocarme, porque el error, para un librepensador, no es un fracaso, sino una puerta a nuevas posibilidades.

Escribo porque soy un eterno buscador y la escritura es mi brújula. Como librepensador, no acepto que la verdad sea un regalo entregado por otros; prefiero salir a cazarla, aunque sepa que nunca la atraparé del todo. Cada palabra que escribo es un paso en esa búsqueda, un intento de mapear lo desconocido, de dar sentido a lo que no lo tiene, de imaginar lo que aún no existe.

La escritura me permite explorar territorios que la razón sola no puede alcanzar. ¿Qué hay más allá de lo que vemos? ¿Cómo sería un mundo sin dioses, sin fronteras, sin tiempo? Estas preguntas no tienen respuestas definitivas, pero al escribirlas, las hago mías. Creo historias donde los límites se desdibujan, ensayos donde las ideas chocan y se funden, poemas donde las emociones se desnudan sin pedir permiso. No me interesa llegar a un destino; el valor está en el camino, en las vistas que descubro mientras avanzo.

Esta exploración no es solitaria. Aunque escribo desde mi propia perspectiva, cada texto es un diálogo con el mundo. Leo a otros —filósofos, poetas, científicos— no para seguirlos ciegamente, sino para desafiarlos, complementarlos, rebatirlos. Escribo para conversar con ellos, con los lectores que algún día encontrarán mis palabras, con las generaciones que aún no nacen. Es una búsqueda compartida, un acto de abrir puertas para que otros entren, aunque no estén obligados a quedarse.

Por encima de todo, escribo porque es mi manera de existir. En un universo vasto e indiferente, donde mi vida es un parpadeo insignificante, las palabras me dan peso, me anclan, me hacen real. Como librepensador, no creo en un propósito cósmico que me defina; yo debo crearlo. Escribir es mi forma de decir “estoy aquí”, de dejar una huella que trascienda mi cuerpo efímero.

No escribo para la inmortalidad en el sentido tradicional. No espero que mis textos me sobrevivan eternamente ni que mi nombre sea recordado por siglos. Pero mientras escribo, siento que mi existencia importa, que mis pensamientos, por pequeños que sean, tienen valor. Cada palabra es una afirmación de mi libertad, de mi capacidad para pensar, sentir y crear sin rendirme a las reglas de otros. Es mi manera de resistir la insignificancia, de gritar al vacío que, aunque el universo no me escuche, yo tengo algo que decir.

Escribir también me conecta con los demás. Aunque mis ideas nacen en la soledad de mi mente, al plasmarlas se convierten en puentes hacia quienes las leen. No busco que me entiendan completamente ni que compartan mi visión; me basta con que mis palabras despierten algo en ellos, una chispa de reflexión, una emoción fugaz, una pregunta nueva. En ese intercambio, mi existencia se expande, se vuelve parte de un tejido humano que trasciende mi individualidad.

Yo, porque escribo, soy libre. Escribo para rebelarme contra lo que me limita, para refugiarme en un mundo que controlo, para explorar lo que no entiendo y para afirmar mi lugar en el cosmos. Como librepensador, no hay otro acto que encarne mejor mi esencia: la escritura es mi voz, mi espejo, mi mapa, mi huella. No escribo para complacer, para obedecer ni para encajar; escribo porque es mi manera de ser, de pensar, de vivir. Y mientras las palabras sigan fluyendo, seguiré siendo yo, un espíritu inquieto que encuentra en cada línea un pedazo de eternidad.

Y por sobre todo “Escribo porque quiero, puedo y además: porque me da la gana”

Un comentario

  1. Hay que cambiar el curso de la vida política de nuestro país, y eso se logra,llevando a los diferentes cargos a personas que solo vayan a servir, y no a servir a amigotes y familiares cercanos. La provincia Colombiana adolece de líderes,que estén por encima de intereses particulares. Todos van o por puestos públicos o por contratos, en las obras que construye el estado.

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