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No toques a un sesentón. No por miedo… sino por respeto.

Un homenaje vibrante a la generación de los sesentones: hombres y mujeres forjados sin internet, criados entre chancletas voladoras, café en estufa y cicatrices de calle. Con sabiduría callejera, alma fuerte y corazón grande, son testimonio viviente de un mundo más real y valiente.

Porque esa gente no se hizo con tutoriales de YouTube ni con libros de autoayuda de portada brillante. Se hizo a punta de vida: de calle, de sol, de golpes, de perder y volver a empezar. Se forjaron entre regaños, silencios elocuentes y la mirada fija de un padre que con un solo ceño fruncido decía más que mil sermones.

Son de la generación que se templó con café caliente en olla de aluminio, sin azúcar cuando no había, y con pedacitos de pan duro si el día venía flojo. Aprendieron a leer el mundo sin internet, porque la escuela era la vida misma. Nadie les enseñó a ser fuertes, pero igual lo fueron. Y no por elección, sino porque no había de otra.

A los cinco años ya sabían que si la tapa de la olla caía con ruido seco, mamá venía cargada de mundo. Pero si el aroma era suavecito, como abrazo de abuela, ahí había amor, carne con yuca y bendición. A los siete tenían llave de la casa colgada al cuello y órdenes precisas: “comé y no ensuciés”. A los nueve ya sabían cocinar arroz, lentejas, guiso y hasta hacer arepas a mano, sin molde, sin medidas… puro ojo, puro instinto.

A los diez años ya habían aprendido el arte ancestral de esquivar chancletas voladoras con precisión de ninja, de medir el peligro en la voz de la madre, de correr cuando el perro del vecino ladraba distinto. Sabían cuándo un adulto estaba molesto solo por cómo cerraba la puerta o por cómo exhalaba el cigarro.

Vivían en la calle, pero no en la virtual, sino en la de verdad: la del polvo, las canicas, los tazos, los “¡doña, me da agua!”, las patas sucias y las rodillas convertidas en mapas de cicatrices. Jugaban hasta que el sol les gritaba que se metieran. Llegaban a casa con la camiseta empapada de sudor y la felicidad tatuada en los cachetes.

Y sí, sobrevivían. Con saliva, hojas de llantén, alcohol puro que quemaba pero curaba, y con la frase mágica que cerraba todo: “Déjeselo así, que eso se cura solo”. No había drama, no había miedo. Había aguante.

Comían pan con azúcar, pan con mantequilla derretida sobre el fogón, pan duro remojado en café y hasta arroz con huevo frito como manjar de reyes. Y tomaban agua de la manguera, de la llave, del tanque. Esa agua sabia, tibia, con sabor a patio y a infancia.

No existían las alergias, o al menos nadie hablaba de ellas. Si picaba, se rascaban. Si dolía la panza, un té de hojas y a dormir. No había pastillas para todo, había soluciones caseras y fe. Una fe que curaba hasta el mal de ojo con un huevo debajo de la cama y rezos en voz baja.

Sabían limpiar manchas imposibles: pasto, grasa, tinta, sudor… todo se vencía con jabón azul, escobilla y paciencia. Eran magos del aseo. Siempre volvían “presentables”, porque respetarse comenzaba en los calcetines limpios y la camisa sin arrugas. Porque no importaba si no había marca, pero sí importaba la dignidad.

Vivieron entre radios de bolsillo que se encendían con golpes y cariño, y casetes rebobinados con lápices Bic, con la precisión de un relojero. Tenían un solo canal de televisión, y aún así no se aburrían. Aprendieron a esperar, a valorar. Las caricaturas eran los sábados y si te las perdías… bueno, a joderse. A jugar, a leer, a inventar.

Aprendieron a bailar porro, cumbia y bolero viendo a los tíos en las fiestas familiares, y a cantar rancheras con el alma rota antes de saber lo que era un despecho. Memorizaban canciones con oírlas una sola vez, y las llevaban tatuadas en el pecho. Porque no había Shazam, ni playlists. Solo memoria, emoción y garganta viva.

Con carros viejos, sin aire acondicionado, sin GPS y sin excusas, cruzaban el país con mapa de papel doblado, dos empanadas en una servilleta y una cantimplora. Y llegaban. Siempre. Porque se orientaban preguntando, observando, confiando en el instinto. No había app, pero sí sabiduría ancestral.

No tenían internet, pero sabían compartir. No tenían celular, pero eran puntuales. No había batería que se agotara, porque todo se guardaba en la cabeza: teléfonos de memoria, recetas heredadas en libretas con manchas de café, cumpleaños escritos con marcador rojo en la nevera.

Y si algo se dañaba, no se botaba. Se arreglaba. Con cinta aislante, un clip, un fósforo o pura magia. Arreglaban desde una lámpara hasta una bicicleta con alambre y voluntad. Hoy que se rompe una gafita, se entra en crisis. Ellos te la dejaban como nueva con un palillo de dientes y un poco de fe.

Para ellos, una llamada perdida se responde con otra. No con stickers, ni memes. Se contesta con voz. Si no hay señal, se busca. Se camina. Se espera. Porque sabían que hablar era más que textear. Que escuchar era un arte. Y que el silencio también decía cosas.

Su sistema inmunológico se forjó en patios de tierra, en charcos, en manos con mugre y corazón. Y qué reflejos, compadre. Un sesentón te ve venir desde la otra cuadra. Porque el que creció esquivando chancletas, tiene visión de halcón y agilidad de gato callejero. Ninja urbano, sin duda.

No toqués a un sesentón. Porque si le das cuerda, te cuenta historias que te devuelven el alma. Te habla de cuando las fiestas eran en garajes, con tocadiscos y luces de colores colgadas con alambre. De cuando las fotos se tomaban con rollo y había que esperar una semana para ver si alguien parpadeó.

Te cuenta del primer beso robado detrás del quiosco, con los labios temblando y el corazón desbocado. Del primer trabajo donde le pagaban en efectivo y cada billete tenía peso, olor, y destino. Del primer viaje solo en bus sin aire, pero con un montón de sueños y la música sonando desde una grabadora.

Sobrevivieron sin casco, sin bloqueador, sin apps para medir pasos o calidad del sueño. Dormían porque estaban cansados. Y soñaban porque tenían tiempo.

Vivieron sin filtros. Sin backup. Todo fue real, sin editar. Lo bueno, lo malo, lo duro. Cada error, cada alegría, cada fracaso quedó guardado donde más vale: en el corazón.

Y si hoy te ofrecen un caramelo de menta, ¡acéptalo sin dudar! Ese dulce guarda memorias. Cada vez que lo desenvuelven, es como si abrieran un portal a la infancia. Te están regalando más que un sabor: te están regalando un pedazo de su historia.

Y si te cruzás con uno de esos sesentón en una plaza, viendo pasar el mundo con un tinto en la mano, sentate. No lo interrumpás. Escuchalo. Porque entre sorbo y sorbo, ese man te va a dar más sabiduría que una biblioteca entera. Te va a hablar de amor, de pérdida, de paciencia, de rabias que ya no importan y de lo que realmente vale la pena.

Porque los cincuentones no son solo de otra generación. Son de otro planeta. De un mundo con menos cosas, pero con más verdad. Más calle. Más humanidad.

Y que no se te olvide: no lo toqués, compadre… respetalo. Porque si lo provocás, ese sesentón no solo te gana la discusión… te la gana con elegancia, con historia, y con estilo.

Y encima, después te invita a un trago.

3 respuestas

  1. Para alargar el pantalón se tenían que cumplir varios requisitos, el primero la edad, el segundo el mérito, por ejemplo. Este escrito tiene aroma de nostalgia y felicidad.

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