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Salamina: donde la niebla fundó patria que brotó del monte

Crónica evocadora que celebra el bicentenario de Salamina como ciudad madre de Pueblos y Ciudad Luz de Colombia, resaltando su herencia cultural, literaria y familiar. Un homenaje íntimo del autor, descendiente de uno de sus fundadores, que entreteje historia y memoria desde la imaginación y el amor profundo por su pueblo.
Imagen imaginaria de la fundacion generada por AI
Donde la montaña empieza a hablar

Hay tierras que parecen haberse guardado un secreto en lo profundo del monte. Salamina, en el corazón de la cordillera central, fue una de esas. Antes de que tuviera nombre, fue sólo un murmullo entre neblinas, un rumor de machetes abriéndose paso en la selva, de bestias cargadas y hombres con los pies mojados por la bruma, venidos del norte, de tierras altas y frías.

Los llamaron colonos, pero bien pudieron haber sido peregrinos o buscadores de augurios. Salieron de Sonsón, provincia de Antioquia, empujados por el deseo, por la escasez de tierra propia, por el hambre, por el instinto de fundar. Atravesaron cañones, ríos embravecidos, y selvas donde el verde lo cubría todo con obstinación. Descendieron hasta el río Arma y lo siguieron como quien sigue una vena de vida en medio de la espesura, hasta que la montaña les susurró que era ahí, que ahí debía ser.

Aquel asentamiento primero, en la parte alta de la cordillera, cayó en tierras de la entonces concesión Aranzazu, en un paraje que llamaban Sabanalarga. No había plaza ni campanario. Pero sí una choza de madera y techo de palma que hacía las veces de iglesia, y algunas casas rústicas, nacidas del sudor, la esperanza y el barro. Así se dio el milagro de lo humano en medio de lo salvaje.

Posteriormente, el grupo de colonos decidió trasladarse a la vereda de Encimadas, donde eligieron asentarse en una meseta que ofrecía mejores condiciones para la defensa, pues desde allí podían vigilar los alrededores y protegerse con mayor facilidad de los aborígenes que habitaban la región.

El 8 de junio de 1825, el entonces presidente de la Gran Colombia, Francisco de Paula Santander, con pluma de poder lejano, le otorgó a ese caserío el título de parroquia. Aquel decreto no fue sólo un acto administrativo: fue la confirmación de que la vida se abría paso entre las sombras de la montaña. Desde entonces, Salamina dejó de ser sólo tierra, y empezó a ser memoria.

Pero esta crónica no se conforma con lo que dicen los libros. Aquí hablaremos también de lo que no se escribió: de los sueños, de las voces del bosque, de las mujeres que tejieron el alma del pueblo con sus manos, de los personajes que vinieron con nombres de bautismo y de aquellos que nacieron del barro, del mito o del miedo. Esta es la historia de cómo se fundó Salamina… contada por la niebla que lo vio todo.

Fue así como la niebla, que antes lo cubría todo en silencio, empezó a hablar con la voz de un pueblo que nacía.

Las calles, rectas como la voluntad de sus fundadores, comenzaron a trazar la forma de la esperanza. Fue Juan José Ospina, con mirada de arquitecto sin título y alma de soñador, quien delineó las primeras calles en forma de cuadrícula, alrededor de un templo humilde que se alzaba como faro en medio de la bruma. Allí, en torno a ese primer centro espiritual, comenzó a formarse la aldea, creciendo como un abrazo en torno a la actual plaza principal.

La vida comunitaria requería orden, y fue Nicolás Gómez Zuluaga, con su voz justa y el respeto ganado a pulso, quien ejerció como primer juez, resolviendo conflictos con el equilibrio de quien conoce tanto la ley escrita como la del monte. Bajo su mirada vigilante se tejieron los primeros acuerdos, las primeras normas de convivencia, tan esenciales como los caminos y los techos.

Desde ese núcleo fundacional, y en apenas unas décadas, Salamina comenzó a proyectarse más allá de sus laderas. De sus entrañas partieron los fundadores de pueblos que llevarían su pulso a otras tierras: Filadelfia, Neira, Santa Rosa de Cabal, Manizales, Aránzazu, Pensilvania, La Merced, Marulanda, San Félix, y muchos otros. Por eso, el viento empezó a llamarla “la ciudad madre de los pueblos”, y no era una metáfora, sino la verdad que brotaba con cada expedición hacia el sur, el oriente o el poniente.

A mediados del siglo XIX, Salamina ya era más que un caserío; era capital de uno de los cantones de la provincia de Antioquia y punto neurálgico de la colonización antioqueña. Se convirtió en un poblado pintoresco, de calles angostas y rectas, bautizadas con nombres de héroes y batallas, como si los adoquines recordaran la gesta de los fundadores a cada paso.

Las casas, construidas al estilo paisa, eran testimonio de una estética propia: ventanas arrodilladas de curvatura marcada, balcones neoclásicos de hierro forjado o madera tallada, zaguanes espaciosos, y más tarde, portones con imágenes labradas por el maestro Tangarife, cuyas manos parecían conocer el alma de la madera.

En 1860, la fe y la belleza se fundieron en piedra y cedro con la construcción del templo actual, en el costado norte de la plaza. Su diseño, firmado por el ingeniero inglés William Martin, trajo a la montaña un eco de los templos antiguos, con su arquitectura románica inspirada en el templo de Salomón. En su interior, los tallados del maestro Tangarife contaban, sin palabras, la historia sagrada del pueblo. La campana —fundida con joyas de oro y plata que donaron los propios habitantes— se convirtió en un símbolo del alma compartida, de esa voluntad de comunidad que no conocía límites.

Pronto, entre cafetales y neblinas, nacieron poetas, músicos, pintores, pensadores, como si el aire mismo trajera inspiración. Salamina comenzó a iluminar otras tierras no solo con sus colonos, sino con su arte. Por eso también se le empezó a llamar, con justicia y orgullo, la Ciudad Luz de Colombia.

Y mientras tanto, la montaña seguía hablando, y la niebla, como testigo antiguo, lo recordaba todo.

Donde la palabra se vuelve destino

La montaña ya no hablaba en murmullos. Ahora tenía voz de campana, eco de versos, resonancia de canciones que nacían entre balcones florecidos y patios donde las mujeres hilaban el alma del pueblo.

Salamina había pasado de ser promesa a ser certeza. En las calles rectas que trazó Juan José Ospina, comenzó a caminar el tiempo. El barro de los caminos se hizo polvo, el polvo memoria, y la memoria historia. A la sombra del templo, las campanas marcaban no solo las horas, sino también los nacimientos, las bodas, los duelos y los días de fiesta. Cada tañido era un capítulo que se agregaba al relato vivo del pueblo.

Los fundadores, aquellos hombres y mujeres de nombres que ya suenan a mito, seguían presentes en cada rincón. Francisco Velásquez recorría la plaza con la mirada firme de quien sabe que la fundación no termina con el acta, sino con la constancia del ejemplo. Fermín con sus hijos, Pablo y Manuel López, Nicolás Gómez Zuluaga, organizaban mingas, discutían los límites de las tierras, soñaban nuevas rutas. Carlos Holguín, José Hurtado, José Ignacio Gutiérrez, Antonio Gómez Zuluaga… todos eran artesanos de un orden nuevo, pero hecho a pulso, entre cafetales, sudor y oración.

Y no menos fundamentales fueron las mujeres. Ana Josefa García, Trinidad Álvarez Mesa, Micaela Delgado, Manuela Villa… Las que preparaban el pan, tejían las mantas, cuidaban a los hijos y mantenían la llama encendida. Ellas también eran constructoras, aunque no llevaran machete ni plomada. Fueron ellas quienes, con palabras suaves y firmes, forjaron el carácter profundo de Salamina.

Pronto, el pueblo comenzó a pensarse a sí mismo. Nacieron las primeras tertulias, en zaguanes abiertos o esquinas tibias al sol. Se hablaba de política, de literatura, de Dios y del destino del país. El espíritu ilustrado llegó en forma de libros que venían desde Medellín o Bogotá, cargados por arrieros que sabían que una mula con papel podía pesar más que una con café.

De ese fermento salieron los primeros poetas y oradores, jóvenes que improvisaban décimas en las fondas, que recitaban a Silva o a Pombo, pero que también se atrevían a escribir sus propias metáforas, inspiradas en los riscos, en la niebla, en el canto de los grillos. La palabra se volvió destino, y Salamina empezó a mirarse en el espejo de su alma creadora.

Al mismo tiempo, el arte popular florecía. La madera cobraba vida en las manos del maestro Tangarife, pero también en los talleres que surgían en los patios, donde los hijos de los fundadores aprendían a tallar, a pintar, a cantar. Los balcones no eran solo arquitectura: eran escenarios desde donde se lanzaban serenatas y se tejían romances.

En las escuelas, los niños aprendían a escribir su nombre y a memorizar el de Bolívar. Pero también aprendían a escuchar los cuentos del abuelo, a reconocer las montañas, a distinguir los cantos de los pájaros. Porque en Salamina, desde temprano, se entendió que la educación verdadera no sólo está en los libros, sino en el monte, en la memoria oral, en el ejemplo cotidiano.

Y mientras en otros lugares la historia se imponía a sangre y fuego, aquí se sembraba con palabra, arte y trabajo. Por eso Salamina no solo fue madre de pueblos: fue semilla de sensibilidad. Y esa semilla, con los años, daría frutos de música, de literatura, de ciudadanía.

Desde la torre de su templo, desde la traza recta de sus calles, desde los portones tallados y las ventanas arrodilladas, Salamina ya no era solo un lugar. Era un espíritu. Una forma de estar en el mundo.

Y la niebla, testigo fiel, lo seguía observando todo, envuelta en silencio… como si supiera que el mejor relato siempre se susurra, no se grita.

Donde las mujeres comenzaron a tejer el alma del pueblo

No sólo los machetes abrieron trocha. No sólo los hombres cargaron con las maderas y delinearon las primeras calles. Cuando Salamina todavía era una promesa en el lodo, fueron las mujeres quienes comenzaron a darle sentido al día, al abrigo, al pan y al rezo.

Ana Josefa García, con sus manos de barro, moldeaba vasijas en las que se cocía el primer alimento comunal. Micaela Delgado sabía curar con yerbas y plegarias. Manuela Villa recogía a los niños de la vereda para enseñarles a escribir sus nombres con carbón sobre madera. Y Trinidad Álvarez Mesa, con su voz fuerte, organizaba las labores del templo y tejía en silencio los mantos de la Virgen. De ellas y de muchas más sin nombre quedó sembrada la costumbre de llamar al corazón del pueblo por su alma femenina.

Las casas aún olían a guayacán recién cortado y a brea de antorcha. Alrededor del templo nacieron los primeros oficios: el herrero, el talabartero, el fabricante de tejas, el músico empírico que afinaba el viento en su flauta de caña. Juan José Ospina, con ojo meticuloso y alma de agrimensor, trazó las primeras calles rectas, que bajaban con firmeza por la pendiente. Cada tramo recibía el nombre de un héroe de la patria, como si invocarlos fuera una manera de proteger la naciente aldea.

Nicolás Gómez Zuluaga, primer juez del poblado, resolvía pleitos con ecuanimidad en su voz pausada. Conocía el peso de cada palabra y supo que la justicia debía instalarse como columna fundacional, tanto como el alero o la oración. Junto a su hermano Antonio, y a pioneros como Francisco Velásquez, Fermín, Manuel y Pablo López, Carlos Holguín, José Hurtado, José Ignacio Gutiérrez y Nicolás Echeverri, se construyó no sólo un caserío, sino un pacto de permanencia.

Al caer la tarde, el sol se colaba por los balcones de madera tallada y los zaguanes olían a panela caliente. Ya no eran sólo casas, ya era un pueblo que empezaba a reconocerse en el eco de su plaza, en el tañido de su campana forjada con joyas de esperanza, en la voz de un niño que recitaba los salmos.

Salamina crecía, sí, pero también soñaba. Y en ese sueño se empezó a escribir su otro destino: el de ser madre de pueblos y faro de cultura. Desde sus bordes ya partían comitivas con machetes y santos, que irían a fundar lo que serían luego Filadelfia, Neira, Manizales, Aranzazu, La Merced y muchos otros caminos que nacieron aquí, entre brumas y memorias.

Así fue como la aldea dejó de ser sólo una fundación, para convertirse en una visión compartida. Y esa visión, que parecía salir de entre las montañas, seguía creciendo con cada paso, con cada rezo, con cada mujer que tejía su nombre en la historia.

Donde la palabra encendió la luz

Cuando el templo ya era basílica, cuando las calles de Salamina respiraban nombres de batallas y las casas lucían balcones neoclásicos que parecían alas abiertas al paisaje, algo nuevo empezó a germinar entre sus gentes: el deseo de pensar en voz alta, de hablar con la pluma, de hacer del lenguaje un modo de habitar el mundo.

Fue así como nació la Tertulia Literaria de Salamina, en una casa blanca de altos ventanales y piso de madera crujiente, donde las ideas entraban como el café recién hecho: humeantes, fuertes, con alma de madrugada. No tenía nombre oficial, ni estatutos, ni membretes. Se reunían simplemente porque sí, porque el espíritu se los pedía, porque el silencio del atardecer merecía ser compartido con un poema o una discusión sobre la belleza o la muerte.

Allí se sentaban poetas, abogados, maestros, carpinteros y bordadoras. Allí se leyó por primera vez un soneto de Gregorio Gutiérrez González, se recitaron versos de Epifanio Mejía, y se debatió con fervor sobre la influencia francesa en las letras. Allí las mujeres, con mirada aguda y voz firme, también ocuparon el centro del círculo, reclamando su lugar en la conversación del país.

Esa tertulia fue más que un encuentro: fue una semilla. De ella brotaron publicaciones locales, escuelas de pensamiento, círculos filosóficos, y sobre todo, una sensibilidad que convirtió a Salamina en un faro para el resto del país. Pronto, comenzaron a llegar visitantes de otras tierras: periodistas de Bogotá, músicos de Medellín, profesores de Tunja, todos atraídos por esa mística bruma donde las palabras parecían tener cuerpo.

La ciudad, que ya era madre de pueblos, se convirtió también en madre de ideas. De sus talleres salieron pintores que entendieron el paisaje como un acto espiritual. Sus calles vieron pasar a músicos que componían mirando los guayacanes en flor. Sus cafés fueron escenario de debates sobre la política y la poesía, sobre el alma nacional y la belleza de una palabra bien dicha.

Los salamineños no se conformaron con repetir lo aprendido: crearon su propia voz, su propio estilo. Y esa voz, hecha de rumor de montaña y cadencia antioqueña, se extendió como una canción antigua por los caminos del país.

Por eso, cuando en el resto de Colombia se hablaba de Salamina, no era sólo para recordarla como ciudad madre, sino como la ciudad que pensaba, que sentía, que iluminaba. La ciudad que había hecho de la palabra una lámpara encendida entre la niebla.

Y si bien esta crónica puede leerse como una reconstrucción histórica, también es, sobre todo, un homenaje íntimo desde mi imaginación al bicentenario de mi amada Salamina. Una manera de devolverle en palabras lo que ella ha sembrado en tantas almas: belleza, memoria y raíz.

La llamo con orgullo “Tierra Buena”, como la llamó el insigne escritor Rodrigo Jiménez Mejía, quien no sólo supo narrarla con sabiduría y ternura, sino que también forma parte de su carne misma, como descendiente de Nicolás Gómez Zuluaga, uno de los fundadores de esta historia —quien también fue el primer juez del poblado y es, a su vez, mi antepasado, padre de Eleuterio Gómez y abuelo de Ramón María Gómez, mi bisabuelobuelo.

Escribo entonces no solo con tinta, sino con sangre. Porque en cada línea late un agradecimiento, una deuda de amor con esta tierra de calles neblinosas y espíritu claro. Salamina no sólo existe en los mapas: existe en la memoria, en los versos, y en el corazón de quienes, como yo, llevan su historia en los huesos.

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