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La dignidad del cargo y el peso de la representación: cuando el alcalde olvida ser alcalde

Este artículo cuestiona el comportamiento de una figura pública local, exige rendición de cuentas y defiende la necesidad de ejemplaridad en quienes ejercen el poder, resaltando cómo la falta de responsabilidad compromete la confianza ciudadana y la dignidad de las instituciones que representan.

El poder, en su forma más pura, no se mide solo por la cantidad de decisiones que puede tomar un individuo ni por la influencia que ejerce sobre un territorio. El verdadero poder —el legítimo, el que inspira y transforma— se mide por el ejemplo. Y cuando ese ejemplo falla, no solo cae quien lo ostenta: se desploma también una porción del tejido moral que sostiene a la comunidad.

En días recientes, los habitantes de Salamina fueron testigos —una vez más— de un espectáculo lamentable protagonizado por quien, paradójicamente, está llamado a encarnar el orden, la responsabilidad y la altura institucional: el señor alcalde municipal. A las seis de la mañana, en plena vía pública, tirado en una vereda frente a la conocida taberna La Chiflada, en evidente estado de embriaguez, el alcalde fue visto —y registrado— en condiciones que avergüenzan no solo a él como persona, sino al municipio entero.

No se trata aquí de invadir la privacidad de un ciudadano ni de juzgar su vida íntima. El asunto no es la fiesta, el trago o la noche larga —todo ello asuntos que, en circunstancias normales, conciernen al fuero más personal—. El verdadero problema, el que sí es de interés público, es el olvido deliberado de la investidura que representa, el desprecio por la imagen institucional que encarna y la falta de responsabilidad ética que su comportamiento implica.

Ser alcalde no es solamente ocupar una oficina, firmar documentos o presidir actos públicos. Es, ante todo, representar un ideal de convivencia, de gestión, de ejemplo. Un alcalde no se pertenece a sí mismo mientras ejerce el cargo: pertenece simbólicamente a su pueblo. Su conducta no es privada mientras actúe en el espacio público y mientras lleve sobre sus hombros la responsabilidad de una comunidad entera.

Cuando un niño ve a su alcalde borracho en la calle, no solo ve a un hombre fuera de sí; ve al Estado tambaleándose. Cuando una madre observa cómo quien debe proteger la institucionalidad se convierte en caricatura de sí mismo, pierde confianza no solo en él, sino en todo el aparato que representa. El deterioro de la imagen del alcalde no es un asunto superficial: es un golpe al corazón de la confianza ciudadana.

Lo más grave no es que este incidente haya ocurrido: lo más grave es que no ha sido el único. En círculos locales, entre murmullos cada vez menos discretos, es ya de dominio público que los excesos de esta naturaleza no son aislados. Son, por el contrario, episodios frecuentes, síntomas de una conducta repetitiva que ya no puede atribuirse al desliz ocasional ni a la debilidad humana, sino a una forma de ejercer el poder sin conciencia de la dignidad que el cargo impone.

¿Dónde está el límite? ¿Cuántas veces más debe la ciudadanía presenciar estos espectáculos para que se reconozca que no se trata de un asunto anecdótico, sino de una falla estructural en el carácter del gobernante? ¿Cómo se puede exigir a los funcionarios responsabilidad si el jefe máximo del municipio normaliza la irresponsabilidad?

Yo también he fallado

Y que no se me malinterprete: yo también me he embriagado en Salamina y he actuado mal. Eso lo sabe muy bien un amigo que es funcionario de la administración municipal. No me siento orgulloso de ese comportamiento y ofrezco disculpas sinceras a quienes me hayan visto o juzgado por ello. Pero hay una diferencia esencial: yo no soy un personaje público, no tengo bajo mi firma decisiones que afectan a miles, no represento a un pueblo ni porto el escudo institucional. Mis errores son humanos, sí, pero no institucionales. Por eso, precisamente, me permito señalar con claridad lo que es inaceptable cuando quien cae no es solo un ciudadano, sino la figura máxima de autoridad en el municipio.

Podrá argumentarse —y sin duda lo harán quienes pretendan minimizar lo ocurrido— que todos somos humanos, que todos cometemos errores. Y sí: todos lo somos. Pero no todos somos alcaldes. El cargo exige más, precisamente porque implica más. Así como a un juez se le exige imparcialidad, a un médico diligencia o a un maestro rectitud, a un alcalde se le exige ejemplaridad.

La ética pública no es un concepto decorativo ni una sugerencia protocolaria. Es la columna vertebral del servicio. Cuando un servidor público se convierte en ejemplo negativo, traiciona la confianza que el pueblo le ha depositado mediante el voto. El alcalde no puede ser un ciudadano más cuando actúa en el espacio común. Su investidura lo trasciende. Su presencia tiene consecuencias. Su caída, también.

Y no se trata de puritanismo ni de moralismo vacío. No se trata de prohibir la alegría ni de cercenar la libertad. Se trata de responsabilidad institucional. Nadie le niega al alcalde su derecho a celebrar, a compartir, a desconectarse. Pero todo tiene tiempo, lugar, forma y límites. Cuando se pierden esos referentes, no solo se pierde el control personal: se debilita la estructura del respeto ciudadano.

Ante episodios como el ocurrido, cabe preguntarse: ¿cuál será la respuesta del alcalde? ¿Habrá un pronunciamiento? ¿Una disculpa pública? ¿Un gesto, al menos, de reconocimiento del error? El silencio también comunica. Y en este caso, comunicaría indiferencia, soberbia y desconexión con la realidad del pueblo.

Una autoridad que no se siente interpelada por sus propias fallas es una autoridad que ha renunciado a liderar con honestidad. La rendición de cuentas no es solo un procedimiento legal: es una actitud moral. Y cuando la falta es pública, la rendición también debe serlo.

El mensaje a los jóvenes

Salamina es un pueblo que ha parido poetas, docentes, médicos, artistas, comerciantes emprendedores y jóvenes llenos de talento y sueños. ¿Qué mensaje reciben ellos al ver a su alcalde ebrio, descompuesto, sin rumbo, tirado en la vía pública? ¿Que todo vale? ¿Que la política es desenfreno y permisividad? ¿Que los cargos públicos no exigen ética sino astucia?

No podemos permitir que se consolide esa visión cínica del poder. Los jóvenes merecen referentes mejores. Necesitan saber que el servicio público es un honor, no una excusa para el libertinaje. Y que quienes ejercen autoridad están llamados a ser ejemplo, no a protagonizar bochornos.

¿Dónde están los órganos de control? ¿Dónde los veedores ciudadanos, los concejales, los líderes comunitarios? ¿Van a callar también? ¿Será que todo se justifica porque el alcalde firma los contratos y repite discursos en los actos oficiales? La institucionalidad no se fortalece a punta de discursos: se sostiene con actos coherentes.

Es hora de que las instituciones locales asuman también su papel y cuestionen con altura, con responsabilidad, con firmeza. Porque lo que está en juego no es el honor de un hombre, sino la credibilidad de todo un aparato democrático.

Epílogo: de lo privado a lo público

Nadie espera alcaldes perfectos. Pero sí se espera que lo intenten. Nadie exige santidad, pero sí coherencia. El alcalde de Salamina tiene aún la oportunidad de rectificar, de pedir disculpas, de reconstruir su relación con la ciudadanía y de ejercer su autoridad con el respeto que merece. Pero el primer paso es reconocer que se ha equivocado. Que su conducta no fue adecuada. Que su investidura exige más.

Ser alcalde es un privilegio. Pero también es una carga. Una carga que se lleva con entereza, con ejemplo, con decoro. La historia, tarde o temprano, pasa cuenta de cobro. Y en esa contabilidad, los pueblos tienen buena memoria.

Para terminar, estoy muy consciente de las críticas e insultos que seguramente comenzarán a llegar, ya sea desde las bodegas afines a la administración municipal, los áulicos del alcalde o personas que simplemente no estén de acuerdo conmigo. Pero así es como pienso, no es nada personal y tengo en mi poder como comprobarlo.

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