Colombia no puede seguir enterrando líderes por pensar distinto.

El atentado contra Miguel Uribe revive las sombras del crimen de Galán y evidencia los peligros del discurso de odio. Es hora de defender la vida, la democracia y rechazar la violencia política, venga de donde venga. Colombia merece otro destino.

El 18 de agosto de 1989, la vida de un país cambió para siempre. Luis Carlos Galán Sarmiento, el más brillante de los líderes de su generación, cayó a manos del crimen y del odio. Lo mataron en una plaza pública, bajo las luces que debían iluminar la esperanza. Desde entonces, Colombia carga con la herida abierta de su asesinato, como una advertencia dolorosa de lo que ocurre cuando la política se convierte en guerra y la palabra en pólvora. Hoy, 35 años después, esa herida ha vuelto a sangrar.

El atentado contra Miguel Uribe Turbay no es solo un ataque a su vida. Es una afrenta brutal a la democracia. Es un eco siniestro del crimen de Galán. Es la confirmación de que aún no hemos aprendido. Es el resultado directo del lenguaje incendiario, del odio deliberado, del resentimiento cultivado desde la cumbre misma del poder.

Un joven político, esposo, padre, hijo, líder, fue perfilado públicamente por el presidente de la República, Gustavo Petro, apenas un día antes del ataque. ¿Casualidad? ¿Coincidencia? ¿O la consecuencia de convertir el liderazgo opositor en blanco de estigmas y desinformación? Basta ya. No podemos seguir normalizando lo que es inaceptable.

Los disparos contra Miguel Uribe no son un hecho aislado. Son el desenlace de un clima político podrido, degradado por la desconfianza, la mentira y la manipulación. Son la cosecha maldita de un discurso que ha dividido al país en buenos y malos, en pueblo y enemigos del pueblo, en patriotas y traidores. Son los frutos de una semilla venenosa que lleva años regándose desde la Presidencia de la República.

Y no. No se trata de un discurso de izquierda o de derecha. No es un debate ideológico. Es un clamor moral. Una exigencia ética. Porque cuando se apunta con palabras, otros aprietan el gatillo con balas. Y eso, presidente Petro, tiene consecuencias.

Colombia ha vivido décadas de violencia, de sangre derramada en nombre de causas supuestamente nobles. ¿Vamos a permitir que se repita esa historia? ¿Vamos a volver al país de los magnicidios, donde pensar distinto es un delito, y liderar es una sentencia de muerte? No. Y mil veces no.

Hoy, como aquel trágico 18 de agosto de 1989, nos duelen el alma y la dignidad. Nos estremecen la impotencia y la rabia. Nos quebranta ver a Miguel Uribe herido, sangrante, víctima no solo de la bala que le rozó la cabeza, sino de un país que parece no querer aprender. Pero también sentimos una firme decisión: no callaremos.

Miguel Uribe no es solo un político. Es un ser humano. Es padre, es esposo, es amigo, es ciudadano. Atentar contra su vida es atentar contra todos nosotros. Es negar el derecho a disentir, a proponer, a debatir sin miedo. Es rechazar la posibilidad de una Colombia donde el liderazgo no sea una sentencia de muerte.

A los violentos, les decimos: no nos van a silenciar. No vamos a retroceder. Cada bala contra un líder democrático es una razón más para levantar la voz, para salir a las calles, para exigir verdad, justicia y respeto. No hay lugar en nuestra sociedad para la cobardía del odio.

A quienes siembran el resentimiento como estrategia de gobierno, les decimos: su palabra tiene peso. Sus discursos tienen consecuencias. La historia los juzgará, y también lo hará la justicia. Porque la incitación al odio no es libertad de expresión: es complicidad.

Y a todos los colombianos, sin importar la orilla política, les hacemos un llamado urgente: es hora de unirnos por lo esencial. La democracia no es un sistema perfecto, pero es lo único que tenemos para vivir en paz. Defenderla no puede ser un acto heroico, debe ser un deber cotidiano.

Recordamos a Galán no solo por cómo murió, sino por cómo vivió. Por la valentía de sus ideas, por la claridad de su sueño de una Colombia mejor. Hoy, en el rostro ensangrentado de Miguel Uribe, vemos reflejado ese mismo sueño interrumpido. Pero también, esa misma esperanza.

Porque los líderes verdaderos no se apagan con balas. Se multiplican. Inspiran. Renacen. Y Miguel, como tantos otros que han sufrido el peso de este país herido, seguirá en pie. Más fuerte. Más claro. Más decidido.

Esta noche, millones de colombianos oramos por la vida de Miguel Uribe. Pero mañana, millones más debemos despertar con el compromiso de no permitir que este atentado quede en el olvido, ni en la impunidad. No podemos permitir que este momento pase como una noticia más, un titular fugaz, un “trending topic” que será reemplazado por el escándalo de la semana.

Este es un punto de quiebre. Si no actuamos con firmeza, si no exigimos respuestas, si no exigimos garantías, habremos fracasado como sociedad.

Desde lo más profundo del alma, desde la herida que nunca cerró tras la muerte de Galán, exigimos: basta ya. No más violencia. No más líderes asesinados. No más discursos que justifican el odio. No más indiferencia. Porque lo que está en juego no es solo una candidatura. Es el futuro de todos. Es Colombia.

Y si el presidente Petro aún tiene un ápice de dignidad, debería hablarle hoy al país con humildad, con dolor genuino, con autocrítica. Debería condenar sin ambigüedades este atentado. Debería cesar su retórica polarizante. Y sobre todo, debería garantizar que en Colombia nadie más sea perseguido por pensar distinto.

Luis Carlos Galán murió pidiendo un país sin miedo. Miguel Uribe casi muere por atreverse a creer que ese país todavía es posible. Honrémoslos no con homenajes vacíos, sino con hechos. Con justicia. Con valentía. Con unidad.

Porque Colombia, la de todos, no puede seguir siendo un campo de batalla. Debe volver a ser una nación de esperanza.

Que esta tragedia no sea un final, sino un renacer.

Que esta noche, al orar por Miguel, también nos comprometamos con la vida, con la democracia y con la paz.

Y que nunca más tengamos que escribir editoriales como este.

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