
Remembranzas de mi Barrio
Volver quisiera a la montaña mía
donde nací y crecí; y entre sus montes
y en sus callados y hondos horizontes
buscar mi blanco ensueño de alegría.
(Nostalgia. Fragmento. Poema de Luis Alzate Noreña)
Invoco a mi grupo familiar para compartir las vivencias de niñez y pubertad en un barrio de Salamina, que, con su nombre, rinde homenaje permanente a los pioneros que hace doscientos años se asentaron en estas nobles tierras. Alguien, de forma acertada lo llamó: “Fundadores”.
Está ubicado en el costado nororiental del área urbana, en una especie de hondonada, con mirada de privilegio hacia los senderos por donde arribaron los primeros habitantes del poblado, que, en 1825, se erigió como parroquia.
Allí, en ese pequeño edén, transcurrieron nuestros años mozos y fuimos contemporáneos de las primeras casas, pues las veíamos aparecer poco a poco, hasta ocupar cuatro manzanas en armonía arquitectónica, que mandó lejos la diferencia de clases.
Al dirigir la mirada al oriente veíamos despuntar el sol radiante, emergiendo en la montaña, en alborada alegre de los días de verano. Tardes, también de invierno, que inspiraban dibujos rudimentarios en las ventanas húmedas y las gotas de lluvia en los cristales, transformadas en prismas que tornaban en colores vivos, el candor de nuestros pensamientos.
En los meses de mitad de año, época de nuestras vacaciones escolares, desde tempranas horas se respiraba ambiente de fiesta, con bullicio, carreras, música y jolgorio y veíamos en lejanía un diminuto avión que parecía llevarse, entre las nubes, nuestras inocentes fantasías.
En ese limitado espacio aprendimos el valor de la amistad y el sentimiento por el dolor compartido; la fuerza de la unión. Las calles se pavimentaron en convites comunales, donde todos, grandes y chicos, cumplíamos una función.
La memoria se aviva para evocar instantes, lugares y sentires:
El lamento de las campanas del templo cercano, anunciando un sepelio vespertino.
El plan, terraplén polvoroso y cancha improvisada, donde se jugaron partidos de fútbol, cuya duración era definida por el primer vidrio roto en las casas vecinas.
Las competencias en carros de balineras, ruedas de caucho, o tablas enceradas, en pistas improvisadas por las pendientes de las calles.
La música alegre de la “0rquesta Los Nórdicos”, que actuaba en la caseta comunal en los festivales domingueros, que sirvió para ensayar nuestros primeros pasos de baile y para fisgonear parejas de enamorados furtivos. Así como, para la venta de empanadas, tipo de cambio regional, para recolectar fondos en pro de causas comunes.
Las serenatas de los pretendientes que robaban suspiros ajenos.
El eco de la potente voz de una profesora, en clases magistrales para legos infantes, en la escuela primaria.
La “murga” desafinada y fiestera, de imberbes artistas, que improvisaba canciones con instrumentos prestados.
Las dos tiendas de abarrotes y el suministro, casi sacro, del “casao” preferido, “barranco” con “Kola”, la gaseosa local. Allí también conseguíamos “la parva” para el infaltable “algo” de las tardes.
Nuestro gimnasio fue la empinada calle de cemento, con más de sesenta escalones, que comunica, aún, al barrio con el parque Bolívar, transitada varias veces de arriba- abajo. Las barandas metálicas de apoyo se convertían en raudos deslizaderos, para descender en un santiamén y romper pantalones.
Construimos una fraternal red de confianza, inspirada en la inocente costumbre de la media mañana de abrir las puertas de las casas, lo primero, como una manera disimulada de presumir el brillo de los pisos y lo segundo, dar a los visitantes su bienvenida sin restricción alguna. Las cuñas de las puertas eran diversas, pero recuerdo con cariño nuestra casa, había una enorme concha de caracol, que, a decir de los mayores, al poner su parte hueca en el oído se podía oír el rumor de las olas del mar. Hasta hoy nos negamos a creer lo contrario.
Los recuerdos afloran una vez se listan, sin orden, sin guion alguno:
El silencio roto por el flirteo gatuno o por el ulular de algún búho u otra ave nocturna, en labores de caza a la medianoche.
Las novenas navideñas, varias por noche, amenizadas con los cascabeles hechos con tapas de gaseosa aplanadas y ensartadas en alambre. Los más creativos las pegaban en una tabla, pero “perdían sonoridad”, decíamos, desde nuestra “inocente envidia.”
En las mañanas de los domingos, provocamos redundancia de ondas hertzianas por la sintonía simultánea de la misma frecuencia de radio, al escuchar en “Juventud en el aire”, las canciones de moda que servían para enviar dedicatorias imaginarias.
Con el binomio tierra y bolas de cristal multicolores (canicas), formamos una pista itinerante donde jugamos: los “cinco huecos”, que se tornó en ábaco mental por el total a alcanzar como “tarea” y que debía cumplirse antes que los demás. Ello implicaba sumar y restar en segundos. Otro, la “vuelta a Colombia”, en zanjas estrechas donde cabía una bola de cristal que era la bicicleta imaginaria para llegar a la meta, luego de vencer subidas, planes y bajadas, como los ciclistas profesionales de los que teníamos noticias por las transmisiones radiales. El círculo o el cuadro donde depositábamos las bolas para ser sacadas haciendo gala de la mejor puntería. Siempre había vencedores y vencidos, pero nunca resquemores ni sentimientos de venganza. Otro juego recurrente lo fue el “Cucli Cuclí”, escondite de preferencia nocturno, que dejaba en nuestra ropa un delator olor a salvia y altamisa, porque se hacía en campo abierto.
Las primeras “mariposas en el estómago” cuando veíamos aparecer, en la próxima esquina, la que creíamos era nuestra alma gemela.
La solidaridad, práctica diaria, porque la carencia de uno era problema de todos.
La espera ansiosa de una llamada en los primeros teléfonos instalados en algunas casas, cuyo número era compartido, se decía, para una urgencia. Por supuesto, se tornaba en conmutador comunitario. Algo parecido ocurrió con los primeros televisores. Nos anticipamos a los modernos “mensajes de voz” con el uso de dos vasos de cartón y un hilo largo.
La inocencia perdida y el desbarate de mitos, cuando al crecer, descubrimos que el “Niño Dios” no entraba por las ventanas ni que los recién nacidos llegaban de París.
El eco de un taconeo nocturno y el tenue movimiento de cortinas o sombras inquietas en los resquicios de las ventanas.
En fin, son tantos los instantes para invocar y que alimentaron nuestras almas, que el recordar o mejor aún, cuando hemos tenido la oportunidad de caminar por las calles del barrio, se acelera el palpitar del corazón y se humedecen nuestros ojos.
Un comentario
Excelentes recuerdos mi estimado José Luis, cómo olvidar el barrio fundadores por su ubicación, la vecindad, la uniformidad de sus casas y mucho más.