
Bajo el manto azulado de los cielos andinos, donde las nubes se deshacen en hilos de plata sobre cumbres que besan el infinito, se alza Salamina, un relicario de piedra y memoria. Sus montañas, antiguas como el tiempo, guardan secretos de una tierra tallada por dioses caprichosos, que entre riscos y quebradas sembraron el germen de un pueblo indomable. Aquí, donde el aire es tan puro que parece contener el aliento de los ancestros, cada roca, cada sendero empedrado, cada murmullo del viento entre los eucaliptos, cuenta una historia de grandeza.
Eliseo Reclus, aquel geógrafo cuya pluma trazaba mapas del alma humana, intuyó que los pueblos son espejos de su paisaje. Los antioqueños, nacidos en las faldas de montañas que se alzan como catedrales pétreas, forjaron su espíritu en el yunque de la adversidad. Sus manos, curtidas por el frío de las alturas y el sol inclemente, labraron terrazas en laderas imposibles, mientras su mirada, siempre alerta, desafiaba horizontes lejanos. Eran hombres y mujeres de una “sociología de vertiente”, como los llamó Reclus: seres arraigados a la tierra, pero con alas en el pensamiento, cuyo temple se templaba en el silbido de los vientos que jugueteaban entre los abismos.
Mientras tanto, en los valles tibios donde los laureles extienden su sombra como mantos de terciopelo, otros hombres se dejaron arrullar por la dulzura del clima. Allí, entre ríos sin prisa y tardes perfumadas de guayabas, florecieron los poetas de versos melancólicos, los filósofos que dialogaban con las estrellas, los artistas cuyos pinceles buscaban capturar la luz dorada del ocaso. Pero Salamina, ah, Salamina desdibuja los límites. No es ni montaña ni valle, sino un prodigio suspendido entre ambos mundos: un lugar donde la roca se hace verso y el esfuerzo se transfigura en arte.
Al caminar por sus rectas calles, uno siente pisar las páginas de un grimoire ancestral. Las casas, blancas como huesos de gigante, despliegan balcones tallados con filigranas que narran siglos de historias: aquí, una enredadera de hierro forjado se enrosca como serpiente mitológica; allá, un dintel de madera exhibe símbolos esotéricos, legado de carpinteros que firmaban sus obras con códigos de luz y sombra. En las mañanas, la neblina se desliza entre los tejados, envolviendo el pueblo en un aura de misterio, mientras el eco de pasos perdidos resuena en callejuelas que parecen conducir a otros siglos.
En la Plaza de Bolívar, bajo la mirada severa de la Basílica Menor —cuya torre se eleva como un dedo índice señalando el cielo—, el tiempo se fragmenta. Los ancianos, sentados en bancos de granito gastado, recuerdan épocas en las que los carruajes de caballos traían noticias de lejanas revoluciones. Sus voces, ásperas y cálidas, se mezclan con las risas de los niños que corren hacia la fuente, donde el agua canta melodías que solo los salamíneños comprendemos.
Salamina no es un pueblo: es un Parnaso. Entre sus muros, las musas no merodean; habitan. Jorge S., cuyo nombre se pronuncia en susurros reverenciales, tejía metáforas con hilos de luna, mientras Eusebio y Emilio Robledo, hermanos en sangre y en poesía, componían odas a las montañas, como si quisieran domar su ferocidad con rimas. Agripina Montes del Valle, sacerdotisa de las palabras, elevó el dolor y la esperanza de su gente a la categoría de himnos sagrados, mientras Juan Bautista López, cronista de lo cotidiano, inmortalizaba en sus relatos el susurro de las cocinas, el roce de las enaguas almidonadas, el crujir de la leña en los fogones.
En el ágora imaginaria de Salamina, la palabra era espada y escudo. Carlos Tirado Macías, orador de voz torrencial, encendía multitudes con discursos que vibraban como truenos, mientras su hermano Ricardo, más sutil, tejía argumentos con la precisión de un relojero. Víctor Manuel Salazar, periodista de pluma incisiva, desafiaba tiranías desde las páginas de diarios que olían a tinta fresca y rebeldía. Y en medio de ellos, Joaquín Ospina Vallejo, el narrador infatigable, recorría los caminos polvorientos del país con una libreta en la mano, capturando historias que luego florecerían en crónicas donde lo real y lo mágico se fundían.
En las aulas de Salamina, donde la luz entraba a través de vitrales que pintaban el suelo de colores, los maestros eran alquimistas. Juan Duque Tobón, con su bastón que marcaba el compás de las lecciones, enseñaba gramática como si desvelara los secretos del universo. Emilio Marín, matemático de alma poética, explicaba geometría trazando círculos perfectos en el aire, mientras Lorenzo Mejía, bibliotecario de mirada serena, guiaba a sus alumnos entre los laberintos de Homero y Cervantes.
La ciencia, en este rincón de los Andes, no era fría ni distante. Pablo Emilio Gutiérrez, cuyo microscopio revelaba mundos en una gota de rocío, hablaba de células con la pasión de un enamorado. Daniel Ceballos Nieto, botánico errante, catalogaba hierbas medicinales mientras recitaba versos de Porfirio Barba-Jacob. Y Rafael Marulanda Villegas, astrónomo autodidacta, trazaba mapas estelares desde el techo de su casa, convencido de que las estrellas eran luciérnagas atrapadas en el éter.
Cuando diciembre llega con su manto de brisas frescas, Salamina se transfigura. La Noche del Fuego no es simple celebración: es un rito colectivo donde el pueblo exhala su alma. Desde los campos más remotos, donde el café crece entre brumas, descienden familias enteras. Las mujeres visten trajes de colores vivos —azules como el cielo, rojos como la tierra fértil—, y sus cabellos, adornados con flores de papel, ondean al compás de las guabinas y los pasillos que emergen de tiple y bandola.
En la plaza, los globos de aire caliente —esferas de papel sedoso pintadas con versos y retratos de próceres— se elevan lentamente, llevando consigo los sueños de los niños y las plegarias de los ancianos. Abajo, desfilan las comparsas: hombres disfrazados de mitos —el Mohán, el Sombrerón— danzan en círculos hipnóticos, mientras las reinas, coronadas de orquídeas, avanzan como vestales en procesión. María Emilia Villegas, cuyo rostro parece esculpido en mármol de Carrara, personifica a la diosa Chalchiuhtlicue, señora de las aguas; Nancy Gutiérrez Carrasquilla, con su sonrisa que ilumina la noche, evoca a Ixchel, tejedora de destinos; Amparo Isaza, grave y majestuosa, encarna a Palas Atenea, guerrera de la razón.
Al caer la tarde, cuando el sol tiñe de oro las fachadas, los salamíneños se reúnen en el Parque de los Poetas. Allí, entre bustos de bronce que guardan los rasgos de sus ilustres, se escuchan recitales improvisados. Un niño lee un poema a la luna; una abuela cuenta la leyenda de El Dorado, ese reino perdido que, dicen, yace bajo las montañas cercanas. En el Colegio Pio XII, fundado por monseñor Carlos Isaza Mejía que creía en la educación como sacramento, los jóvenes estudian junto a retratos de Tomás Calderón, el sabio cuyo cerebro, se murmura, contenía bibliotecas enteras.
Salamina no duerme. En la noche, las luces de las ventanas parpadean como estrellas terrestres, y en el Café El Polo —antiguo café donde se servían huevos al vapor y Macana y se debatía de política—, los viejos intelectuales juegan al ajedrez, moviendo piezas como si recrearan batallas épicas. Fuera, los ríos Chambery y Posito susurran canciones de cuna, arrullando a un pueblo que, incluso en sueños, sigue creando versos, descubriendo mundos, honrando a sus muertos.
Salamina no es solo un lugar: es un estado del alma. En cada esquina, en cada rostro arrugado que sonríe con dignidad, en cada joven que parte hacia la universidad con una maleta llena de libros y sueños, late la promesa de que la grandeza no es un relicario del pasado, sino una semilla que brota una y otra vez. Aquí, donde los Andes se quiebran en abrazos y los cielos escriben poemas con nubes, el tiempo ha aprendido a detenerse, a guardar en su seno la esencia de lo que significa ser colombiano: indómito, creador, eterno.
Y así, entre el vuelo de los globos que se elevan como sueños al cielo y el murmullo de los ríos que susurran memorias a las piedras, Salamina persiste: faro en la bruma, cuna de genios, estrofa sagrada en el poema eterno de los Andes.
Desde esta indómita Patagonia, donde los vientos también narran epopeyas, escribo estas crónicas del alma para honrar a esta Ciudad Luz, que brilla perpetua en las entrañas de quienes la aman.
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