
Hay muertes que no sorprenden, pero conmueven hasta lo más íntimo del alma.
La de Francisco, el papa, el hombre, el hermano universal, no es una pérdida repentina, sino una herida lenta que, ahora que se ha abierto del todo, duele con la profundidad de lo irreversible. Su partida es un acontecimiento natural, como lo es toda muerte, y sin embargo, también es una grieta en el corazón de quienes alguna vez soñamos —desde la fe o desde la libertad de pensamiento— con un mundo más justo, más fraterno, más humano.
La muerte de Francisco no es solo la pérdida de un líder espiritual, sino también un recordatorio brutal de la fragilidad de los faros morales en un tiempo que parece navegar sin rumbo. Su figura no fue un dogma encarnado, sino una presencia viva, cercana, profundamente humana. Y su vida, un testimonio de que la bondad auténtica no necesita del poder ni de la riqueza para transformar el mundo.
Soy librepensador. Nací y crecí entre dogmas que he aprendido a mirar con respeto, como se respetan las voces de los mayores que nos enseñaron a amar antes que a juzgar. Creo en Jesucristo, no como un símbolo de poder, sino como un ser profundamente superior que amó con una intensidad capaz de subvertir el mundo. Francisco, en muchos sentidos, encarnó esa misma filosofía. No hablo del Papa como jefe de Estado, ni del teólogo encerrado en doctrinas. Hablo del hombre que caminó con sandalias por los barrios pobres de Buenos Aires, que abrazó a los excluidos, que se sentó a la mesa con los últimos del mundo.
Nos enseñó que la verdadera revolución empieza con los gestos pequeños: en escuchar con atención, en ponerse en los zapatos del otro, en actuar con compasión. Mientras las redes sociales amplifican el ruido y la polarización, él eligió el silencio reflexivo, la palabra justa, la mirada tierna. Fue el papa de los gestos. Nunca necesitó gritar para hacerse oír. Su autoridad venía del ejemplo, no del trono.
Desde la mirada librepensadora, encuentro en Francisco un modelo de coherencia. No por estar libre de contradicciones —era humano, como todos nosotros—, sino porque su vida reflejó un compromiso inquebrantable con los más vulnerables. En un mundo obsesionado con la imagen y el éxito, eligió la sencillez: un par de sandalias gastadas, un auto modesto, una habitación sin lujos. Nos mostró que el poder, cuando se ejerce desde la humildad, puede ser una fuerza transformadora.
Denunció sin temor el sistema económico global que descarta a los más frágiles, la idolatría del dinero, el drama de los migrantes, la destrucción del planeta. Y lo hizo no como quien lanza proclamas desde una torre de marfil, sino como alguien que caminó entre el polvo, que tocó el dolor, que respiró la desesperanza del mundo. Su defensa de la justicia social no era abstracta. Habló del cambio climático como una urgencia moral, denunció la violencia contra las mujeres, el olvido de los ancianos, el hambre de los niños. Nos recordó que la vida, para ser defendida, debe ser vivida en todas sus formas concretas.
Su legado ya está vivo en los barrios pobres de América Latina, en las comunidades indígenas, en los campos de refugiados, en los rincones donde nadie mira. Allí hay personas que, inspiradas por su ejemplo, trabajan silenciosamente por la justicia y la dignidad. Pero ese legado no puede quedarse en los márgenes: debe atravesar nuestras decisiones, nuestras prioridades, nuestra forma de mirar y de actuar.
Su muerte nos duele. No como pérdida institucional, sino como la partida de un ser necesario. Un hombre que, sin pretenderlo, nos confrontó con nuestras propias incoherencias, y nos dejó una pregunta ineludible: ¿qué haremos ahora con su legado? ¿Permitiremos que su mensaje se desvanezca en la nostalgia, o lo convertiremos en una semilla fértil para construir un mundo más humano?
Como librepensador, seguiré defendiendo mi derecho a dudar, a preguntar, a construir una ética sin ataduras. Pero también seguiré creyendo en la belleza de lo sagrado, cuando se expresa en actos de justicia, de compasión y de servicio. Francisco me recordó que es posible unir la espiritualidad con la lucha, el misticismo con el compromiso, la oración con la acción.
Porque su vida fue eso: una invitación constante a salir de uno mismo, a ver al otro como hermano, a sembrar ternura en medio de la indiferencia. Nos desafió a repensar nuestras prioridades, a preguntarnos si estamos sanando las heridas del mundo o, por omisión, ayudando a que se profundicen. Nos mostró que no se necesita mucho para transformar: solo voluntad firme y un corazón abierto.
Hoy que ha partido, me invade un silencio profundo. Me siento huérfano, sí, pero también acompañado. Porque hombres como Francisco no mueren del todo. Su cuerpo descansa, pero su palabra, sus gestos, su mirada, seguirán caminando. En los gestos cotidianos de quienes creen en la justicia. En los abrazos sin cámaras. En las oraciones silenciosas y en las acciones que no buscan aplausos.
Gracias, Francisco, por recordarnos que el amor puede ser también una revolución. Que el coraje puede vestirse de humildad. Que la fe, cuando se hace acción, puede cambiar el mundo.
