
En la cresta de la cordillera Central, donde las nubes se desgarran contra los picachos y el aire huele a tierra mojada y leyendas, Salamina se alza como un arcón de secretos. Sus calles empedradas, pulidas por siglos de pasos y lluvias, no son simples senderos: son venas que conectan el presente con un pasado que se niega a ser mero polvo. Aquí, bajo balcones florecidos que cuelgan como joyas de madera tallada, la historia no se estudia; se respira, se sueña, se reinventa.
Las fachadas blancas, testigos mudos de revoluciones y romances, guardan murmullos en sus grietas. Al atardecer, cuando la luz dorada se filtra por los callejones, las paredes parecen sudar historias. En «Crónicas del Imaginario», el gran Pantaleón Gutiérrez —cuyos versos oficialmente se perdieron en el incendio de 1892— regresa cada equinoccio. No como fantasma, sino como eco. Sus poemas, escritos con tinta invisible en los muros de la iglesia de La Inmaculada, solo se revelan cuando la luna llena ilumina el rosetón central. Los creyentes juran haber visto estrofas brillar entre las piedras: «Fundé mi patria en el suspiro de un sauce / y en la raíz que perfora la memoria».
Pero Salamina no solo habla a través de sus próceres. En la calle Real, la Casa del Degüello —una mansión cuyo patio es un bosque de hierbabuena— cobra voz cuando el viento sopla desde el río Chambery. Sus vigas de guayacán crujen narrando el día en que un viajero sin nombre llegó con un maletín de cuero cargado de mapas imposibles. Era 1927, y el forastero, de sombrero ajado y acento extraño, aseguraba que Salamina estaba trazada sobre un cruce de líneas telúricas. «Por eso sus hijos son poetas o locos», dijo, antes de desaparecer dejando solo un manuscrito cifrado que hoy reposa, dicen, en el archivo municipal bajo tres llaves oxidadas.
En el Café El Embajador, situado en una esquina donde confluyen cuatro épocas, el pasado es un líquido espeso que se sirve en pocillos de porcelana agrietada. Aquí, en la crónica titulada El Aroma de los Fundadores, los clientes pueden pedir un «café del siglo XIX». No es metáfora: la dueña, una mujer de cabello cano y ojos verdes que nadie sabe cuántos años tiene, prepara la bebida con granos tostados en 1850. «Los guardó mi tatarabuelo en una tinaja sellada con cera de abejas», explica mientras sirve la infusión en tazas que repiten, en su fondo, el perfil borroso de José Nicolás Gómez Zuluaga. Quienes se atreven a probarlo juran escuchar, entre sorbo y sorbo, discusiones de la Convención de Rionegro y el llanto de un niño que jamás nació.
Pero la magia no es monopolio de los muertos. En la galería, donde las vendedoras de uchuvas cantan coplas que hipnotizan a las moscas, existe un puesto de hierbas que solo aparece en noches de niebla espesa. La anciana que lo atiende —tez morena, trenzas cargadas de amuletos— vende «memorias en rama»: orégano que revive amores truncados, mentas que borran traiciones, albahacas que devuelven la voz a los mudos. Una crónica cuenta que Rosa, la costurera que perdió a su hijo en la Guerra de los Mil Días, compró un manojo de romero silvestre. Al quemarlo en su hogar, las paredes sudaron retratos de su niño jugando en un campo que nunca existió: un limbo verde donde los cañones no suenan y las madres no envejecen.
En el barrio Obrero, donde las puertas tienen aldabas de bronce en forma de manos, subsiste el taller de las Hermanas Cárdenas. Según «Crónicas del Imaginario», fueron ellas quienes, en 1912, recibieron el encargo más insólito de Salamina. Una tarde de agosto, mientras bordaban manteles para la fiesta de la Virgen, un hombre vestido de lino blanco —sin sombra, pies que no tocaban el suelo— les entregó un carretel de hilo dorado. «Tejan un sombrero que resista al olvido», ordenó. Durante cuarenta días, las hermanas trabajaron con hilos de seda traídos de oriente, plumas de cóndor y fibras de fique bendecidas por el párroco. El resultado fue un sombrero que, quien lo usara, jamás sería borrado de la memoria colectiva. La prenda, según la leyenda, fue escondida en una caja de caoba bajo el altar mayor de la iglesia, esperando al dueño que nunca llegó.
Los monumentos tampoco son inertes. La estatua del Padre Barco, en el parque de Bolívar, baja de su pedestal en las madrugadas sin luna. Camina hasta el kiosko, se sienta y escribe cartas a su amada Leocadia, muerta de tisis en 1897. Los vigilantes nocturnos han encontrado, al amanecer, papeles manchados de rocío con frases como: «Hasta en la eternidad, este mármol siente frío sin tu calor».
En Salamina, los caminos de herradura son traicioneros. No por las piedras resbaladizas, sino porque algunos bifurcan hacia realidades alternas. En La Senda de las Lágrimas Secas, en La Quiebra, una crónica narra la historia de un arriero que, en 1935, tomó un atajo cerca del río Posito y llegó a un pueblo idéntico al suyo, pero donde nadie envejecía y los libros de historia mencionaban una independencia lograda sin sangre. Regresó trastornado, cargando una moneda de 1828 acuñada en oro puro —prueba tangible de su viaje—, que hoy se exhibe en la Casa de la Cultura junto a un retrato suyo con ojos desorbitados.
Las plazas, por su parte, son bibliotecas de ecos. En la de Mercado, donde los campesinos venden aguacates del tamaño de corazones, los murmullos acumulados desde 1850 resuenan en días de tormenta. Si uno apoya la oreja contra el muro de la panadería Central, puede escuchar fragmentos: el regateo de una esclava por su libertad en 1832, la confesión de un cura enamorado en 1945, el primer grito de un bebé que sería asesinado décadas después en la Violencia.
«Crónicas del Imaginario» no solo humaniza a los héroes; redime a los olvidados. En El Secreto de la Lavandera, Silvia, una mujer que en los archivos solo figura como «sirvienta de la familia Hoyos», protagoniza un amorío clandestino con un poeta anarquista. Juntos planean incendiar el archivo parroquial para borrar los registros de esclavitud. En otra historia, el perro callejero que aparece en una foto de 1903 —rabo cortado, mirada melancólica— se revela como guardián de un tesoro enterrado bajo el antiguo colegio de las Hermanas de la Presentación.
Hasta la geografía se rebela. El cerro de La Cuchilla, eterno vigilante del pueblo, decide un día de 1958 caminar hacia el occidente arrastrando sus laderas. Los habitantes, al despertar, encuentran el horizonte irreconocible. Aunque los registros oficiales atribuyen el hecho a un deslizamiento de tierra, los viejos saben la verdad: el cerro se mudó para evitar ver cómo modernizaban la plaza con farolas eléctricas.
Leer estas crónicas es perderse en un laberinto donde cada espejo refleja una Salamina distinta. ¿Fue realmente el terremoto de 1875 un castigo divino, o acaso el resultado de una pelea entre titanes subterráneos, como sugiere un relato? ¿Y si el río Chambery, en vez de agua, llevara tinta de los manuscritos quemados durante la Colonia?
En este universo, las respuestas importan menos que las preguntas. Porque Salamina, más que un lugar, es un estado de conciencia donde lo real y lo imaginado se funden como cera en un cirio. Un pueblo donde, como escribió un viajero anónimo en el Libro de Huéspedes del Hotel Sanguitama: «Las piedras enseñan, los muertos cantan, y la historia es solo la primera versión de un cuento que nunca termina».