Por: Álvaro Maya Londoño
La profundidad conceptual de Álvaro Maya, es el fruto de la voluntad investigativa, de largas y productivas bohemias, de la amistad con multifacéticos personajes delineados por sobresalientes ejecutores, del lacónico “ver” pasar la vida atalayado en la cresta del desprendimiento y el desdén visceral por la poses maniqueas de la manada: “Los defectos es lo único que tenemos de originales, las virtudes son defectos colectivos elevados a sistema” y del hombre “anonimato” en que se propuso vivir, cobijado por el prismático cielo de la tierra de Rodrigo Jiménez Mejía de Emilio Robledo Correa, de Juan Bautista López, de Daniel Echeverri Jaramillo, de Agripina Montes del Valle y de Fernando Mejía Mejía.
Álvaro Maya pertenece a una familia que por condición genética sobresale sin dificultad en el campo esquivo del conocimiento, su señor padre, caracterizó a Maestro por excelencia, el educador por vocación, el ser humano sencillo que menospreció las salemas y el incienso, que entregó conocimiento a manos llenas, sus hermanos también integran la falange de los incomprendidos y a la bibliografía de los cerebros ilustres de la patria.
Álvaro Maya es el prototipo del ángel melancólico, del disidente con ensanchada perspectiva espiritual del rebelde con causa, del salamineño raizal, es la antípoda del intelectualismo; conoce perfectamente las profundidades del abismo y los más altos picos de la bonanza: el azúcar y la sal, la luz y las tinieblas, la elocuencia y la sencillez, ha perdido y ganado, es un meteorito de la acción y de la palabra, construye amistad y carece de odios, camina apresurado por la vida, ama entrañablemente lo bello por que según él “así se ama a Dios”, disfruta su muy particular soledad acompañado por los clásicos, de los pensadores, de los artistas y desde estas esferas baja como una exhalación al mundo del vulgo, de los estropeados por la fortuna, de los desheredados, de los humildes. Es amigo de los niños, ayuda a los estudiantes, quiere a Salamina, y a su señora madre como a la niña de sus ojos, pues son para él sus grandes amores; se sienta tan cómodo en la silla gestadora de la disertación literaria o filosófica, rodeado de versados interlocutores, como sentado en un andén del parque leyendo desparpajadamente un ajado manuscrito centenario.
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